FOTOGRAFÍA / Lise Sarfatiren irudiak
Pau Plana
2023/11/04

El presente artículo no pretende hacer un análisis historiográfico exhaustivo del decurso histórico del Estado soviético en el que se busque situar el colapso de la revolución socialista en un momento determinado de su desarrollo. En este sentido, no haremos una exposición detallada de las decisiones políticas que tomaron los bolcheviques en uno u otro sentido, ni de las condiciones históricas específicas que pudieron motivarlas. Nos centraremos en exponer las premisas históricas y las formas organizativas concretas que exige el proceso revolucionario socialista, para tratar de comprender la esencia de las limitaciones de la experiencia soviética y de las determinaciones que frustraron su desarrollo en un sentido general, situando algunos de los elementos fundamentales que creemos habrían de orientar el debate estratégico entre comunistas.

Para ello, habremos de comenzar aclarando al menos dos aspectos elementales que nos permitan delinear un marco general de compresión, un punto de partida mínimo para abordar el análisis de dicho período. El primero de estos aspectos, para sorpresa de algunos, es el hecho de que la revolución soviética no fue una revolución nacional aislada, ni por su contenido ni por su forma, sino un momento de la revolución proletaria mundial, y en un sentido más en general, el pistoletazo de salida del proceso revolucionario que agitó a Europa entre 1917 y 1923 –extendiéndose hasta 1927 allende los confines europeos–. En este sentido, es para nosotros de extrema obligatoriedad insistir en que el objetivo de los comunistas rusos de la época, así como el de cualquier marxista revolucionario, no era el triunfo de la revolución en este o aquel país, sino la victoria del proletariado a escala internacional. Las victorias nacionales no podían ser más que momentos o episodios de la revolución mundial, la cual había de imponerse, como mínimo, en unos cuantos países adelantados para poder seguir expandiéndose mundialmente [1]. Siendo el Capital una relación social globalmente articulada, un sistema económico mundial que todo lo subsume en sus lógicas, no puede plantearse otra forma y contenido para la revolución socialista que no sea radicalmente internacional e internacionalista. Algo que, por lo demás, era largamente conocido por los bolcheviques. 

No puede plantearse otra forma y contenido para la revolución socialista que no sea radicalmente internacional e internacionalista

En segundo lugar, y precisamente por ser el Capital una relación social –y no una cosa externa que podamos apartar de la vida política–, tampoco era ningún secreto para los bolcheviques que la revolución proletaria había de consistir en la transformación radical de las relaciones sociales, y no en un mero cambio de gobierno o “toma de Estado”. Desde Marx era consabido que la esencia del poder del Capital no residía en el parlamento nacional ni en ninguna otra institución democrática burguesa; tampoco se hallaba en el “consenso” de los medios de comunicación ni en la “coerción” del aparato burocrático-militar, sino que se trataba de un poder eminentemente social, es decir, fundado sobre una relación de clase a través de la cual se organiza la producción y el metabolismo social en su totalidad. Por eso, amén de internacional, la revolución había de consistir en un proceso de autoorganización masiva de los productores directos, en cuyo seno se desplegaran las formas embrionarias de las nuevas relaciones sociales, esto es, la libre asociación de productores como condición para el desarrollo de un trabajo directamente social. Por esa misma razón, la revolución socialista o proletaria había de ser obra del proletariado mismo, de su acción masiva consciente y políticamente organizada, y no de una élite o minoría rectora. Este era, como decimos, el abecé del marxismo, el núcleo teórico del pensamiento político bolchevique.

Dicho lo cual, no puede extrañarnos que Lenin tildara de estupidez infantil, propia de una “increíble e irremediable confusión de ideas”, la pretensión de hacer pasar la “dictadura del partido” por la “dictadura de los jefes” (o gobierno de la minoría) en oposición a la dictadura proletaria (o gobierno de las masas) [2]. Frente a la falsa dicotomía de quienes trataron de contraponer la forma-Partido al poder organizado del proletariado, el líder bolchevique expondría la necesidad histórica de la primera como forma concreta del segundo, sosteniendo que el gobierno proletario (o socialista) equivalía en primera instancia al “gobierno del partido”. 

No obstante, y sea cual fuere la opinión de Lenin, la validez de esta afirmación pasa por concebir el Partido –y nótense aquí las mayúsculas– no como la organización política de una minoría rectora revolucionaria, sino como el movimiento de clase en su totalidad, el proletariado organizado y constituido en poder político. Por ello, lo que comúnmente se ha denominado “partido”, no puede serlo sino en minúsculas, a saber: el partido proletario de vanguardia. Ahora bien, este no habría de ser una cosa distinta, separada o más o menos vinculada al movimiento de clase. Al contrario, un partido proletario de vanguardia sólo merecería el nombre en tanto que elemento constitutivo del movimiento de clase; más concretamente, en tanto expresión sintética de la unidad autoorganizativa del proletariado, la forma política concentrada de un movimiento de masas estratégica y democráticamente centralizado. El partido en minúsculas, así, no es el “partido de los jefes” ni una vanguardia dirigista exteriormente constituida, sino la forma resumida del Partido de la Revolución, la dirección político-estratégica unitaria del movimiento de clase del proletariado. 

Por tanto, una discusión provechosa que pudiera arrojar algo de luz sobre las limitaciones históricas, sociales y políticas de la revolución soviética habría de ver en qué medida el partido bolchevique fue la “expresión sintética de la unidad del movimiento”, o, dado el caso, en qué medida no pudo serlo, y si las limitaciones que aquí entraron en juego tuvieron algo que ver en la deriva burocrática y su despótica conversión en el “partido de los jefes”.

APUNTES SOBRE LA FORMA-PARTIDO DEL PODER PROLETARIO

No obstante, dilucidar la experiencia bolchevique de la forma-Partido –o situar siquiera un punto de partida al respecto– requiere explicitar algunos de sus presupuestos universales en tanto que forma transicional de poder proletario. En este sentido, cabe antes de nada aclarar el porqué del falso dilema al que hacíamos alusión más arriba. Para el marxismo, oponerse a la necesidad histórica de la dictadura revolucionaria del Partido implica asumir que la forma primera de gobierno socialista habría de equivaler inmediatamente a la autoorganización política de la totalidad del proletariado, es decir, al gobierno directo del conjunto de las masas, todas ellas organizadas y políticamente involucradas en la administración efectiva de la producción social. Siendo así, el proletariado no podría imponer su poder político ni, por ende, derrocar el poder de la burguesía, hasta que todas las fracciones proletarias se hubieran incorporado a los organismos de masas y asumieran en ellos funciones políticas efectivas. Solo entonces podría tener lugar una revolución auténticamente socialista que diera paso a un gobierno auténticamente de masas. Como es evidente, esto supone que el conjunto del proletariado podría organizarse de manera unitaria e independiente sin hallar por el camino la más feroz reacción burguesa, es decir, sin que dicho proceso autoorganizativo se diera a través de una escalada en la intensidad de la lucha de clases que abocara en un escenario de guerra total. Así, el rechazo de la forma-Partido –como agente revolucionario y, al mismo tiempo, estructura primigenia del gobierno socialista– nos lleva directos a la tesis de la revolución como evento eruptivo, pero eminentemente pacífico, en donde el 99% de la población se alzaría en un “todos a una” contra el 1%.

Ello, como decimos, implica una comprensión de la autoorganización proletaria como algo que se produce a través de la toma abstracta de conciencia, y no, al modo marxista, por medio de un proceso incremental de la lucha clases en el que el proletariado disputa progresivamente a la burguesía el control efectivo de los medios de vida. Entendido así, al modo marxista, el Partido en mayúsculas no puede ser otra cosa que un grado de desarrollo de dicho proceso autoorganizativo de la clase; más concretamente, el grado de desarrollo en el que ya se dan las condiciones para la guerra civil revolucionaria, la cual, llegados a este punto madurativo, se habría vuelto inevitable en el sentido más fuerte y fatalista del término. Y, como es lógico, el sujeto gobernante, allí donde el poder burgués fuera desplazado, habría de ser necesariamente la porción de la clase autoconstituida en Partido, y no, desde el principio, el proletariado en su totalidad. 

El Partido en mayúsculas no puede ser otra cosa que un grado de desarrollo de dicho proceso auto-organizativo de la clase; más concretamente, el grado de desarrollo en el que ya se dan las condiciones para la guerra civil revolucionaria

Ahora bien, esto sólo nos indica la necesidad histórica del Partido de la Revolución (o Partido Comunista) como forma transicional del poder socialista, permitiéndonos establecer una serie de marcadores básicos a la hora de rastrear dicho desarrollo en el contexto histórico de la insurrección soviética. No obstante, todavía quedaría por aclarar la cuestión que más exasperaba al líder de los bolcheviques, a saber: la necesidad del partido de vanguardia, al que aquí hemos denominado “partido en minúsculas”. Esto sería tan sencillo como entender que un movimiento de clase estratégicamente centralizado presupone la existencia de una estructura centralizadora que ejerce la dirección estratégica del mismo. A esta forma organizativa la podríamos llamar “organización de vanguardia”, “partido de cuadros” o, si quisiéramos, de “revolucionarios profesionales”, y bajo ninguna de estas denominaciones dejaría de ser solamente una instancia, una parte indisociable del movimiento de clase constituido en Partido. 

Como decimos, esta estructura centralizadora, lejos de obedecer a la compulsión autoritaria y dirigista de los jefes, no es más que una necesidad impuesta por el propio desarrollo de la lucha de clases, donde el proceso autoorganizativo del proletariado reclama el ejercicio de una serie de funciones especiales que no atañen directamente a las tareas parciales de cada frente o espacio de masas, sino al conjunto del movimiento, a su orientación política y estratégica general. Por eso, el Partido ha de poseer una columna vertebral que le dote de unidad y sentido estratégico, una estructura interna a partir de la cual se despliega el sistema de cuadros, esto es, la red de mediaciones político-organizativas que articulan centralizadamente el movimiento hasta llegar a los frentes y organizaciones de masas, instituciones políticas y estructuras de poder proletario que constituyen la base y fuerza material del Partido.

Sin embargo, e independientemente de si este era el modelo universal que Lenin defendía, lo interesante para nosotros es que el esbozo de los elementos constitutivos de la forma-Partido nos coloca ante aspectos universales de la revolución socialista, cuyas profundas implicaciones llegaron a expresarse como limitaciones paradigmáticas de la experiencia soviética. Evidentemente, el ejercicio de funciones especiales requiere, desde el punto de vista técnico-intelectual, de una serie de capacidades teóricas y prácticas igualmente especiales que el proletariado no puede adquirir más que a través de la lucha colectiva, la organización y la militancia política revolucionaria. Resulta, además, que la división social del trabajo determina una gran diversidad y variabilidad de “talentos” en el interior de la clase, haciendo que las condiciones de partida objetivas y subjetivas sean tremendamente desiguales entre los distintos sectores del proletariado, tanto por lo que respecta a la lucha y la organización como al potencial desarrollo de dichas capacidades especiales. Pero, como decimos, la revolución socialista es aquella en la que el proletariado conscientemente organizado, y no una minoría de especialistas, se apodera de los medios de producción y reproducción de la vida social. Ello requiere, por tanto, que la construcción del Partido –y posteriormente del Estado socialista– no se limite a incorporar al proletariado en las instituciones y organismos de clase al solo efecto de su participación formal, esto es, por medio de mecanismos democráticos de control y seguimiento de las funciones especiales, sino que ha de realizarse, necesariamente, a través de un proceso de capacitación efectiva de las masas en el ejercicio de dichas funciones. Tan es así que la construcción del Estado socialista, sobre las bases desarrolladas por el Partido, así como su ulterior extinción, equivalen al despliegue progresivo de las mediaciones que posibiliten dicho proceso de capacitación masiva, es decir, el pleno y libre desarrollo de las capacidades individuales del conjunto de la sociedad, socavando hasta los cimientos la “oposición esclavizadora entre el trabajo intelectual y manual” [3]. Esta es, en última instancia, la clave de la transición al comunismo: la plena incorporación de los productores directos a la gestión y dirección del metabolismo social humano, o lo que es lo mismo, la disponibilidad absoluta de los individuos para las múltiples necesidades de la producción social, donde las diversas funciones sociales no sean más que tantas manifestaciones de actividades que se turnan y relevan [4].

El esbozo de los elementos constitutivos de la forma-Partido nos coloca ante aspectos universales de la revolución socialista, cuyas profundas implicaciones llegaron a expresarse como limitaciones paradigmáticas de la experiencia soviética

Llegados a este punto de exposición y esclarecimiento tanto de las condiciones históricas y sociales como de las formas políticas concretas de la revolución socialista, disponemos ya de elementos de juicio suficientes para intentar un primer esbozo de las limitaciones que marcaron indeleblemente la revolución soviética. 

APUNTES SOBRE LAS LIMITACIONES DE LA EXPERIENCIA SOVIÉTICA

Como es costumbre, empezamos este último apartado situando dos premisas históricas fundamentales:

1. En la década de 1910 se daban las condiciones en Europa para la constitución del proletariado en Partido de la Revolución.

2. En el marco de este proceso internacional de articulación política del proletariado europeo, se daban también las condiciones para la maduración político-organizativa del movimiento proletario ruso como sección del Partido. Precisamente, al desarrollarse como partícula de dicho proceso internacional, y no de manera aislada, es que podían “vencerse” las limitaciones que la evolución histórica de la formación social rusa, ese tan manido “atraso” económico, político y cultural, imponían a la realización del programa comunista. 

No obstante, entre las especificidades del capitalismo ruso de la época no sólo hallamos características o condiciones “limitantes”, ya ampliamente conocidas y matizadas –a saber: la extensión de las relaciones agrarias, las reminiscencias del antiguo régimen económico, la situación del campesinado y semiproletariado rural, etc.– sino también elementos ciertamente “avanzados”, como son el crecimiento localizado pero fulgurante del Capital industrial y crediticio en determinadas áreas del país, la necesaria modernización y racionalización burocrática y administrativa del Estado inherente a dicho desarrollo, la inusitada fuerza organizativa de un proletariado industrial que desde hacía décadas venía mostrando el potencial revolucionario que atesoraba, o la implacable vivacidad del marxismo ruso como parte integrante de la vanguardia socialista europea. Pero si tuviéramos que quedarnos con uno sólo de los elementos definitorios de la formación social rusa, el que mejor nos permita entender su especificidad y condiciones históricas, este sería la existencia, desde la revolución liberal de 1905, de estructuras de poder popular autoconstituidas paralelas a las instituciones burguesas, o lo que se daría en llamar “situación de doble poder”. 

Para los bolcheviques, la esencia y fisionomía de los soviets era, como no podía ser de otra manera, fruto del entrelazamiento de la revolución burguesa con las formas germinales de la revolución socialista, por lo que no tardaron en ver en ellos la forma política embrionaria de la dictadura revolucionaria de las clases populares y oprimidas. Por eso, la consigna bolchevique de “¡todo el poder para los soviets!” no era un inocente anhelo democratista, ni tampoco una opción política entre otras, sino la estricta plasmación de la necesidad histórica de la revolución proletaria. Por eso también, el desarrollo específico de las formas organizativas del proletariado ruso se hallaría fuertemente condicionado, precisamente, por el carácter interclasista, democrático y popular de las formas de poder soviético, favoreciendo así la aparición de un partido proletario de vanguardia en relación de semiexterioridad respecto de un movimiento de masas profundamente dividido en sus aspiraciones y composición de clase. 

La consigna bolchevique de «¡todo el poder para los soviets!» no era un inocente anhelo democratista, ni tampoco una opción política entre otras, sino la estricta plasmación de la necesidad histórica de la revolución proletaria

Ahora bien, la vinculación errática del partido con las masas no le había de restar un ápice a su papel dirigente durante las jornadas revolucionarias de Octubre. Más bien todo lo contrario. En ellas, bajo la dirección del partido bolchevique, el proletariado ruso no sólo se impondría espontáneamente en las fábricas frente a sus patronos, sino que ejercería activamente la defensa político-militar de sus propias conquistas, mediante una creciente participación en los soviets, las milicias populares y los órganos de nuevo gobierno. En este sentido, está fuera de toda duda el carácter netamente socialista del proceso revolucionario de Octubre, que no solamente iba a impulsar la autoorganización proletaria en torno a nuevas estructuras de poder político en un grado cualitativamente superior a la de cualquier experiencia pasada, sino que también lo haría allende sus fronteras, abriendo la puerta, por primera vez en la historia del capitalismo, a la revolución proletaria mundial. 

La discusión, por tanto, habría de centrarse en las condiciones posteriores, históricas, sociales y políticas, en que dicho proceso iba a desenvolverse. Si la revolución socialista había de ser mandatoriamente internacional –e internacionalista–, ¿cuáles fueron entonces las implicaciones de la derrota del proletariado europeo para un proceso revolucionario ahora totalmente replegado sobre sí mismo, constreñido en una demarcación territorial no ya económica, política y culturalmente “atrasada”, sino absolutamente devastada por casi una década de guerras? A partir de los aspectos desarrollados en el apartado anterior, la respuesta a este interrogante exige, a su vez, cuestionarnos sobre el sujeto político que realmente terminaría haciéndose con el poder más allá de las primeras fases del proceso: ¿fue una red políticamente independiente y estratégicamente centralizada de instituciones proletarias –es decir, el Partido en mayúsculas– o fue, por el contrario, una organización de vanguardia crecientemente escindida del movimiento autoorganizativo de las masas?

Como decimos, es a través del proceso internacional desatado a partir de Octubre de 1917 que la organización unitaria de las distintas secciones nacionales del proletariado revolucionario europeo se hallaba por primera vez en condiciones de articular el Partido de la Revolución como agente político de la guerra mundial de clases, siendo la III Internacional de 1919 el punto álgido de dicho proceso autoconstitutivo. Es este y ningún otro el contexto internacional que va a permitir a los bolcheviques, en una situación extrema de aislamiento y crisis interna, mantener avivada la llama de la revolución soviética, siempre supeditados a una máxima política: aguantar como fuera posible hasta la siguiente ofensiva revolucionaria del proletariado internacional. En este sentido, y como el mismo Lenin predijo, el colapso de la revolución mundial no haría sino sellar definitivamente cualquier posibilidad de continuidad efectiva para la revolución soviética, o lo que aquí es lo mismo, la imposibilidad de seguir impulsando el proceso de autoorganización masiva que permitiera al proletariado soviético articular ampliamente las bases institucionales de un poder político propio y realmente independiente como clase universal.

Como el mismo Lenin predijo, el colapso de la revolución mundial no haría sino sellar definitivamente cualquier posibilidad de continuidad efectiva para la revolución soviética

Sin embargo, y para nuestra descarga, la afirmación de que el éxito de la revolución soviética pasaba por dar continuidad al proceso autoorganizativo de las masas no es en absoluto un postulado novedoso, sino, como venimos diciendo, la piedra angular del programa histórico-universal del comunismo. En palabras del propio Lenin, la dictadura del proletariado tenía por condición indispensable que la base permanente y única de todo el poder político reposara sobre la organización de las masas proletarias. Esta había de ser la única “esencia del poder soviético” [5], y la confianza del bolchevique en que dicho proceso iba a producirse efectivamente en Rusia pendía indefectiblemente de la esperanza en la ofensiva revolucionaria del proletariado internacional constituido en Partido. Esto se debe a que la forma soviética, como bien sabía el ruso, no era ningún “talismán prodigioso” que pudiera curar de la noche a la mañana las lacras del pasado, como el analfabetismo y la incultura, la herencia de la guerra imperialista o, en general, el escaso desarrollo de las fuerzas productivas [6], pero menos aún constituía una fórmula mágica que pudiera ella sola sobreponerse a las tendencias contrarrevolucionarias del capitalismo mundial. Todavía más cuando la incorporación masiva del proletariado a la organización y administración soviéticas, de manera que las masas organizadas pudieran tomar en sus manos todo el gobierno, toda la administración y dirección de la producción, pasaba no solamente por establecer mecanismos formales de participación democrática, sino, como decimos, por impulsar un proceso masivo de capacitación técnico-intelectual que permitiera a los productores directos participar plenamente de las funciones de dirección y administración de la vida social, que de otra manera quedaban irremisiblemente reservadas a una minoría de burócratas profesionales. 

Como hemos observado, esta no es una cuestión reductible al grado de desarrollo técnico-intelectual promedio de la clase trabajadora en una sociedad capitalista en particular –por muy “atrasada” o “avanzada” que pueda estar y por más que esto condicione las tareas de la revolución en un determinado territorio– sino que constituye un imperativo universal del proceso de construcción del socialismo desde sus fases prepartidarias hasta sus formas culminantes. Con todo, la problemática técnico-intelectual iba a expresarse paradigmáticamente en la experiencia soviética como una limitación insalvable del proceso revolucionario. Para 1919, Lenin ya había dejado de mostrarse tan optimista respecto de la integración de las masas al poder soviético, y no dudaba en reconocer que la revolución había fracasado estrepitosamente en la tarea de incorporar el proletariado a los órganos de la administración pública [7]. El problema del nivel cultural, como dijera, no podía ser sometido a ninguna ley, y ante la imposibilidad objetiva de capacitar a las masas, el recurso a la antigua burocracia zarista se convirtió en la tónica general. En la misma línea, no iba a dudar en hacer explícita la principal limitación histórica y política de la experiencia soviética: la desgracia de verse obligados a heredar el viejo aparato estatal de la burguesía [8]. Como venimos señalando, las condiciones históricas en las que hubo de desarrollarse la revolución bolchevique hicieron imposible edificar, sobre las bases políticas y organizativas del Partido de la revolución mundial, una estructura estatal propia que pudiera reemplazar al viejo Estado burgués de acuerdo con las necesidades del proceso revolucionario. En cualquier caso, la práctica de los bolcheviques vino a confirmar la vieja tesis marxista tantas veces omitida por oportunistas de todo signo: el Estado burgués no puede ser destruido si no es mediante su radical y violenta sustitución por órganos masivos de nuevo poder proletario. 

El Estado burgués no puede ser destruido si no es mediante su radical y violenta sustitución por órganos masivos de nuevo poder proletario

Sea como fuere, la existencia de una minoría rectora recientemente instalada en los mandos del Estado capitalista y tendencialmente escindida de un ya colapsado proceso autoorganizativo de masas –así como de cualquier mecanismo democrático o sistema de rendición de cuentas del que este pudiera dotarse– abriría definitivamente las puertas a la deriva burocrática y corporativa del partido bolchevique hasta su plena consolidación como encarnación de las tendencias expansivas del Capital nacional soviético. Y es que, tal y como venimos sosteniendo, la ausencia de Partido propiamente dicho, que, con el tiempo, pudiera evolucionar coherentemente hacia la forma-Estado socialista como fase avanzada de la revolución proletaria mundial, llevaría a que las conquistas de la lucha de clases revolucionaria, así como las formas de poder y gobierno proletario en que habían cristalizado, no encontraran otro modo de perpetuarse que por mediación de la maquinaria burocrático-administrativa del Estado capitalista. Ello implica, lógicamente, que la expropiación de la burguesía y la subsiguiente apropiación de los medios de producción no iba a realizarse en Rusia a través de un proceso de asociación masiva en que los productores directos pasaran a ejercer ellos mismos el control sobre las condiciones sociales de su actividad productiva, y, por ende, sobre su propio trabajo, sino más bien mediante un cambio de titularidad jurídica, que, al tiempo que expandía la desposesión de las masas trabajadoras, signaba la centralización del Capital en manos de una nueva minoría. El Estado capitalista no tardaría en subsumir a su nuevo huésped, el partido de los bolcheviques, que, habiendo nacido como organización revolucionaria, pronto iba a transmutar en pura y dura burocracia soviética, encontrando así el Capital nacional su nueva personificación política en el aparato estatal. 

Por su parte, las tendencias burocráticas y corporativas se desplegarían también, como no podía ser de otra manera, por medio de las relaciones internacionales que iba a forjar el partido del Capital soviético en el escenario geopolítico mundial. De igual modo que el fracaso de la revolución internacional agotaba el proceso de autoorganización masiva del proletariado ruso en torno a sus propias instituciones, el repliegue y colapso de la revolución soviética como partícula de aquella, y la consiguiente subsunción del partido en la estructura estatal burguesa, hicieron de todo punto imposible que el bolchevismo ejerciera de punta de lanza de una eventual reactivación del proceso revolucionario mundial, fuera en el viejo continente o más allá de este. Como venimos diciendo, la estrategia de los bolcheviques frente al aislamiento de la revolución y el asedio de las potencias capitalistas no pudo ser más que un intento desesperado por ganar tiempo, por aguantar como fuera posible hasta que el siguiente estallido de la revolución mundial pudiera reactivar el proceso de autoorganización masiva del proletariado en torno a la edificación de órganos de nuevo poder. Es en estas coordenadas que hemos de ubicar el repliegue bolchevique sobre la necesidad de un inmediato desarrollo de la economía nacional, especialmente a partir de 1921, como medio para estabilizar la situación interna del país y posibilitar la espera bajo la dirección del partido. Sin embargo, y como el propio Lenin sabía, el desarrollo de la economía nacional, independientemente del modo en que el gobierno bolchevique tratara de intervenir en ella desde el Estado, significaba dar rienda suelta a lógicas ciegas del movimiento automático y auto-expansivo del capital; significaba, a fin de cuentas, subirse al vagón de una locomotora cuyo rumbo no podían controlar ni frenar, sino a lo sumo “cabalgar” durante un breve lapso de tiempo, y rezar por que fuera definitivamente truncado por una nueva ofensiva del proletariado mundial. 

El desarrollo de la economía nacional, independientemente del modo en que el gobierno bolchevique tratara de intervenir en ella desde el Estado, significaba dar rienda suelta a lógicas ciegas del movimiento automático y auto-expansivo del capital

Este particular “camino al socialismo” tenía, como decimos, un recorrido extremadamente corto si la revolución no estallaba de nuevo de forma inminente. De lo contrario, la propia dinámica de acumulación nacional de Capital, expresada externamente en la gestación y defensa de unos intereses geopolíticos propios, terminaría por engullir y someter a sus lógicas cualquier conato revolucionario dentro y fuera de sus fronteras. De este modo, las presiones internas en pos de la estabilidad y recuperación económica del país, la consiguiente restauración de las relaciones comerciales con los países capitalistas y la puesta en marcha de los pertinentes movimientos diplomáticos consumaron la plena integración del Estado soviético en el sistema capitalista mundial; un proceso que, desde el principio, iba a demostrarse abiertamente antagónico a los intereses del proletariado revolucionario. 

Para cerrar esta breve caracterización de la experiencia soviética, no podemos dejar sin mencionar –aunque ello suponga dejar elementos a medio cerrar y otros tantos a medio abrir– que la necesidad de estabilización y crecimiento económico internos encontraría en la teoría del socialismo en un solo país su más perfecta justificación política. La oficialización de esta teoría supondrá un antes y un después en la comprensión estratégica de la revolución proletaria y en las aspiraciones de los comunistas de medio mundo. A partir de entonces, ya no se trataría de escoger sistemáticamente la vía más propicia para hacer avanzar el proceso revolucionario y restituir el Partido a escala mundial. La acción política de los comunistas había de regirse ahora por la máxima de cerrar filas alrededor de la Unión Soviética, someterse a la dirección de la Komintern y dar cumplimiento a las consignas del PCUS, incluso cuando ello implicara, como a menudo lo hizo, un baño de sangre para el proletariado revolucionario. Al fin y al cabo, este era el sacrificio de clase que iba a exigir la defensa de la “gran patria socialista”. 

Y de aquellos barros, estos lodos... Un siglo después, el fantasma del comunismo todavía arrastra las cadenas de su penitencia. 

La crítica del estalinismo, como forma histórica del colapso de la revolución y las tendencias contrarrevolucionarias del capital, no es un capricho teórico, sino un paso necesario para romper con el peso muerto de la tradición. Ahora bien, la crítica sólo será de provecho si se despliega en el marco de un amplio debate alrededor de las necesidades estratégicas actuales de la revolución socialista. Ahí está la clave del éxito contra los prejuicios del pasado que amordazan nuestro presente.

REFERENCIAS

[1] Stalin, J. (1924). Los fundamentos del leninismo.

[2] Lenin, V. I. (1920). La enfermedad infantil del izquierdismo en el comunismo.

[3] Marx, K. (1875). Crítica del Programa de Gotha. 

[4] Marx, K. (1867). El Capital (Vol. 1).

[5] Lenin, V. I. (1919). Tesis sobre la democracia burguesa y la dictadura del proletariado. Presentado al I Congreso de la III Internacional.

[6] Lenin, V. I. (1890). ¿Qué es el poder soviético?

[7] Lenin V. I. (1919). Discurso en el VIII Congreso del PC(b) de Rusia. En la recopilación Lenin, V. I., Acerca de la incorporación de las masas a la administración del Estado. Progreso, Moscú.

[8] Lenin, V. I. (1922). Cinco años de la Revolución Rusa y perspectivas de la revolución mundial. Presentado en el IV Congreso de la Internacional Comunista.

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