En el número anterior, el primero de los dos números que aborda el tema del ‘encarecimiento de la vida', hablamos de la inflación. En este segundo, el último, queremos profundizar en la cuestión del salario, aprovechando lo desarrollado anteriormente. La primera labor fue demostrar que el aumento general de los precios no perjudica al consumidor, sino a la clase obrera. En efecto, cuando el encarecimiento de la vida, en cuanto al proceso de producción del capital, daña determinados ámbitos productivos, no deteriora un derecho humano universal –apropiación de las capacidades mediante el consumo, que idealmente nos correspondería a todos–, sino el proceso de explotación del trabajo. En concreto, lo que deteriora es la mercancía fuerza de trabajo que pertenece a la clase obrera, es decir, la capacidad de esta para producir valor o trabajo social necesario.
Este deterioro lo desarrollamos en el anterior número como devaluación: la inflación implica un descenso relativo del salario, es decir, la pérdida de valor de la fuerza de trabajo. Esta vez, sin embargo, la devaluación se nos presenta como una degradación: no se trata de una simple pérdida relativa de valor, sino que la fuerza de trabajo pierde también su valor de uso. Esto ocurre de la siguiente manera: desde el punto de vista de la burguesía y según las necesidades de la producción capitalista, el empleo productivo de la fuerza de trabajo deja de ser rentable en la medida en que la producción misma deja de serlo y deja de ser útil para el capital en ramas determinadas, destruyendo así sus potencias productivas.
Mientras que la devaluación del salario es un proceso permanente que hace que prospere la producción capitalista, la degradación del salario, que aparece relacionada con el valor de uso de la fuerza de trabajo, aparece como una interrupción o una crisis de la producción capitalista. La misma clase obrera se degrada en este proceso, mientras la burguesía fortalece su poder, por más que por el camino salgan perdedores capitalistas individuales.
Esta degradación de la fuerza de trabajo lleva consigo una degradación social: el obrero no empleable queda socialmente arrinconado. Eso también lo convierte en indefenso y desprotegido frente a una protección que viene de fuera. Las masas amplias de obreros se mantienen artificialmente vivas, mediante la intervención del Estado capitalista. De este modo, se convierten en la fuerza política del capital. De una parte, el obrero degradado –el ejército industrial de reserva– es el intermediario para la ejecución de la ley del salario. Pero, por otro lado, esto no ocurre sólo de un modo tan transversal y espontáneo.
Todos los ámbitos de la vida del obrero que ha sido expulsado de la esfera productiva del trabajo quedan bajo el control de las instituciones capitalistas –el Estado, los partidos, la familia, etc.–. Con ello se cierran las posibilidades de la política, ya que en su lugar se interpone una administración burocrática y totalitaria, que ejerce un control sobre la vida. La figura del padre que te mantiene vivo cobra así gran fuerza, y el ser humano que ha crecido en semejantes condiciones se lo debe todo a su padre.
Todos los ámbitos de la vida del obrero que ha sido expulsado de la esfera productiva del trabajo quedan bajo el control de las instituciones capitalistas –el Estado, los partidos, la familia, etc.–. Con ello se cierran las posibilidades de la política, ya que en su lugar se interpone una administración burocrática y totalitaria, que ejerce un control sobre la vida
El Estado capitalista encuentra su fundamento social en el trabajo asalariado, es decir, en la división entre el trabajo y los medios para su realización. Su justificación política e ideológica, sin embargo, se realiza bajo la figura de la protección. El Estado capitalista viene a salvar a esos mismos individuos que el sistema capitalista hace indefensos, o el Estado capitalista se produce como necesidad social mediante la producción de desprotección. El Estado capitalista es, pues, la racionalidad totalitaria que hace oficial la indefensión, y la política, esa política que se da en los confines del capitalismo, es la voluntad institucionalizada de una burocracia totalitaria.
La emergencia histórica de la política está íntimamente ligada a la división entre los productores y los medios de producción, y sus formas más adecuadas son el Estado y los partidos burocráticos. En efecto, el sistema político que se organiza fuera del movimiento de amplias masas, y por encima de ellas, necesita, como condición, que las condiciones de organización de estas amplias masas estén anuladas. Esto quiere decir que el individuo debe ser insignificante, es decir, carente de condiciones de reunión y organización con los demás; y quiere decir también que esta unidad, si ha de ponerse, la ha de poner el capital, para que no la ponga el proletariado. Por eso, cuando se organizan movimientos amplios, aparecerá siempre una estructura administrativa institucionalizada –como los sindicatos– que ejecute la voluntad del capital, es decir, que formule siempre el movimiento con arreglo a los límites del capital, pues la clase obrera, desde su condición de clase obrera y desde su deseo de serlo, no puede exceder del capital, que es su determinación esencial, ni de su sistema de producción, ni puede organizarse y expresarse de otro modo que no sea el sujeto burgués.
En las condiciones mencionadas nace la política como sistema de dominación sobre el proletariado. La persistencia de la política significa la explotación y opresión del proletariado; la abolición de la política consiste, por el contrario, en la abolición de sus fundamentos: la abolición de la división entre el trabajo y las condiciones de trabajo mediante la organización democrática del proletariado.
Pues bien, la degradación del salario o de la clase obrera crea las condiciones para la expansión de la política en la forma que hasta ahora hemos entendido: crea las condiciones para la extensión de la política de la administración totalitaria del Estado y, por consiguiente, para la extensión de la dominación sobre el proletariado. La realización de estas condiciones requiere, sin embargo, agentes especiales, y, el más avanzado de todos ellos, es la socialdemocracia.
La socialdemocracia promueve la intervención del Estado capitalista en todos los ámbitos de la vida: la redistribución de la riqueza, las políticas sociales, el sector público, las políticas de protección, el pago de salario directo de las tareas domésticas… El logro más inmediato de todos ellos no es mejorar la vida de nadie. Como ya mencionamos en el número anterior, estas políticas, que se dan en términos absolutos, son anacrónicas desde el momento en que se formulan. Pero hay en ellas principios y funciones sociales que no se extinguen, pues el resultado más tangible de estas políticas es: la reproducción de la relación capitalista, que se da incorporando a los individuos a los distintos tentáculos de la administración capitalista y haciéndolos dependientes de ellos. Es decir, las políticas de Estado tienen como objetivo principal cerrar oportunidades a la política comunista y no mejorar la vida de nadie.
La degradación del salario es un proceso histórico que, desde los inicios mismos del capitalismo, ha desempeñado una función especial: desproveer a la fuerza de trabajo de sus capacidades políticas de resistencia mediante la simplificación de sus funciones concretas –incluso hasta el punto de perder las funciones–. Esta simplificación convierte a la clase obrera en dependiente de las potencias sociales centralizadas, es decir, del Capital que condensa las capacidades sociales, tanto en el proceso mismo de producción como en la esfera de la circulación del Capital, donde el Estado y sus aparatos de partido representan la imagen de la conciencia colectiva.
Esta simplificación convierte a la clase obrera en dependiente de las potencias sociales centralizadas, es decir, del Capital que condensa las capacidades sociales, tanto en el proceso mismo de producción como en la esfera de la circulación del Capital
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