Jessica Guzman (Santiago de Chile, 1962) FOTOGRAFÍA / Arteka
2020/02/11

Ha sido trabajadora interna residente durante largos años, y siempre tendrá clavadas en su mente las jornadas interminables, y las dependencias totales desarrolladas en dirección opuesta. Trabajo, vivienda, noción de tiempo, propiedad; elementos que día a día ha visto diluidos y superados en los difusos límites de la nada.

Guzmán es miembro de la asociación de mujeres inmigrantes Malen Etxea, con sede en Zumaia (Gipuzkoa), y trabaja efusivamente en dar luz a la terrible situación que viven las trabajadoras internas, y en darles voz. Una luz cegadora, y una voz alta y dolorosa.


En primer lugar, háblanos de Jessica. ¿Cómo se integró en la dinámica del trabajo asalariado y, en concreto, cómo empezó como empleada de hogar residente?

Llegué aquí hace 12 años. Mis hijos ya habían crecido, tenía que pagar su educación y otras necesidades, y a pesar de haber trabajado en diversas cosas en Chile, llegó un momento en que ya no encontraba trabajo. Tenía una prima viviendo en el País Vasco y me dijo que viniera. Así lo hice. Según mis fantasías, sólo pasaría dos años aquí; conseguiría algo de dinero y volvería a Chile. Vine como todas las mujeres que vienen: con mucha ilusión.

En mi cabeza, tenía un trabajo que me estaba esperando en el País Vasco porque, según me dijeron, había mucha demanda en las tareas de cuidado de personas mayores y en las tareas domésticas. Las que vienen aquí saben a qué tipo de trabajo vienen. Llegué, y a los tres días, ya estaba trabajando. En aquella época la legislación era diferente y no hacía falta esperar tres años para poder pedir los papeles; bastaba con tener un contrato de trabajo. Al principio no empecé como empleada de hogar residente, pero a partir de un momento empecé en ese tipo de trabajo, porque necesitaba un contrato. El cambio fue brutal. Desde entonces, aunque sea con pausas, he sido trabajadora interna en varias viviendas durante largos años.


¿Cuál fue la realidad que te encontraste al adentrarte en el sector? ¿Qué efecto tiene, como en vuestro caso, que el trabajo y la residencia vayan de la mano?

Te encuentras de repente dentro de una trampa que se prolonga durante años. Tienes que enviar dinero a tu casa y, aunque sean trabajos miserables, acabas aceptándolos. Perdí un puesto de trabajo como interna hace unos años; de un momento a otro, me quedé sin trabajo y por lo tanto sin casa, sin nada.

Sobreviví gracias a la ayuda de mis amigas, viviendo en un comedor, y cuando se me presentó la oportunidad de volver a trabajar en una casa por 500 euros al mes, me vi en la obligación de aceptarlo. Me vi atrapada en un círculo: trabajando por muy poco dinero, sin contrato, sin papeles en algunos momentos -los perdía al estar sin contrato-, pero sin poder salir de ahí. Muchas de las situaciones que te encuentras son amargas, extremas; creías que no te tocaría nunca vivirlas, pero te ocurren.

Lo vivido mes a mes y año a año me llevó a reflexionar. Recuerdo que un año que trabajaba como residente, la familia empleadora quería que yo trabajara tanto el día de Navidad como el de Año Nuevo. Yo les respondí que era una trabajadora, que tenía un horario, un calendario, y pedí que lo respetaran. Me despidieron, justo en Navidad. Me fijé en mi situación y pensé: si a mí me pasa esto, ¿cuál será el caso de las mujeres trabajadoras que no tienen papeles ni amigas? ¿Cómo será la situación de las que no pueden salir de aquí por estar endeudados hasta arriba?

¿Cuáles son, en general, las condiciones de trabajo y de vida que deben soportar las empleadas de hogar residentes?

Algunos de los problemas más graves son los relacionados con el empadronamiento y la Ley de Inmigración. Suele haber dificultades para conseguir el empadronamiento, y dependemos de ello; si no tenemos certificado de empadronamiento, no existimos aquí. Parece que somo mujeres invisibles, pero estamos aquí presentes. La Ley de Inmigración, para que obtengas los papeles, te obliga a vivir aquí al menos tres años. Lo único que provoca eso es que, durante tres años, estas mujeres tengan que aceptar trabajos aún más miserables; lo único que consigue es crear un montón de esclavas clandestinas que trabajan casi de forma gratuita. Sin embargo, aun teniendo los papeles en regla, no es mucho mejor la situación. La búsqueda de trabajo es continua. Siempre estamos en tránsito, porque siempre estamos buscando trabajo.

Mucha gente no entiende que lo que hacen las trabajadoras residentes es un trabajo asalariado. Somos trabajadoras y tenemos que tener unos horarios y calendarios establecidos, así como derechos. Las internas, por ejemplo, no tienen derecho al descanso, tienen un máximo de dos horas diarias libres y muchas trabajan los siete días de la semana. 22 horas diarias. Si trabajar ocho horas al día es duro, imagínate 22 horas metida en una casa. La vulnerabilidad es enorme si pasas todo el día aislado en casa. No sé qué clase de sentido común falta para que se entienda que una persona no puede soportar eso. Se hace, pero es muy duro.

Entre las personas cuidadas, son muchas las que padecen enfermedades de diversa índole, por ejemplo demencias, y se despiertan a lo largo de la noche. Por lo tanto, así deben hacerlo también las empleadas. Y al día siguiente tienen que levantarse de nuevo para trabajar, para volver a trabajar todo el día. A largo plazo, eso repercute en la salud de los trabajadores: crea trastornos en la cabeza, neurosis, empiezas a volverte loca sin que nadie se dé cuenta. Además, algunas internas ni siquiera disponen de habitación propia y tienen que dormir con las personas a las que cuidan o en el sofá. Tampoco tienen derecho a dormir ni a la intimidad.

Por otro lado, muchas familias empleadoras te ponen grandes obstáculos incluso para ir al médico o a la Oficina de Extranjería, aunque sean citas obligatorias. Muchas veces hemos tenido que pagar nosotras mismas a una sustituta para poder ir al médico o hacer trámites con los papeles. No somos una propiedad de la que puedan abusar todo el tiempo que quieran. La trabajadora residente que trabaja en tu casa no es un mueble tuyo. Es una trabajadora.


¿Dónde o a quién acuden las trabajadoras residentes ante situaciones tan duras?

Vivimos un gran aislamiento en el sector. Muchas mujeres extranjeras vienen aquí solas y siguen solas; no tienen una familia que las proteja, que las acoja en casa si se quedan sin trabajo. No tienen a dónde ir. Vienes aquí con dos maletas y no tienes nada más. Así que si no consigues tener una red de amigos que te proteja, estás perdida porque estás sola y vulnerable. Necesitas una mano que te ayude, una mano amiga.

Desgraciadamente, muchas trabajadoras no denuncian su situación. A veces llegas a aceptar lo que estás viviendo porque estás en una situación de necesidad, tienes una familia, tienes deudas. Admites que te sacrificarás, no tanto por ti misma, sino por tus hijos. Yo he pensado muchas veces “tengo que seguir en este sistema mientras mi familia me necesite”. Aguantas lo inaguantable y eso no te hace sumisa, pero aceptas la situación.

Sin embargo, creo que nosotras somos muy dignas; aun sin pedir nada. Hay dignidad por medio. Nunca verás a una mujer latina durmiendo en la calle, siempre habrá una compañera que la ayudará. Recuerdo el caso de una mujer que se quedó en la calle, pero que pasó las noches en una cama. De hecho, una amiga suya trabajaba como empleada de hogar y todas las noches, a las 23:00, la metía en la casa donde ella trabajaba, a escondidas. Se marchaba a las 07:00. La amiga se arriesgaba todas las noches a perder su trabajo por ayudar. Son mujeres valientes las que vienen aquí; atraviesan un mar entero, solas a menudo, y tiran para adelante.


¿Qué trabajo realizáis en Malen Etxea?

Malen Etxea se puso en marcha hace unos 16 años y se dedica principalmente a la defensa de los derechos de las mujeres inmigrantes. Entre otras cosas, tenemos un albergue en Zestoa (Gipuzkoa), que abrimos hace siete años. Somos una asociación pequeña, pero con mucha garra. Intentamos, por ejemplo, tejer nuestro empoderamiento. Aquí acuden mujeres que llegan totalmente destruidas, porque piensan que sólo a ellas les sucede todo lo que están viviendo en sus carnes. El simple hecho de hablar con otras mujeres que viven los mismos problemas, poder preguntar a alguien “¿es normal lo que me está pasando?”, y que alguien responda “no, no es normal”... Es de gran ayuda.

Hay compañeras que llegan asustadas, aterradas por su situación, y les es de gran ayuda ver que otras mujeres también han tenido los mismos problemas; ver que no es algo individual. Eso las hace mas fuertes, no se ven solas con sus problemas. En una conversación, alguien las puede animar a hablar con el empleador, a que no toleren a aguantar situaciones que no proceden. Muchas veces, su respuesta es “pero me van a despedir”... Y nosotras podemos responder “pues que te despidan, no vas a estar sola”. El mismo hecho de saber que no van a estar solas, es lo que hace que se atrevan y lo que les da fuerzas para cambiar su situación. Y muchas veces, consiguen solucionar ciertos problemas. Otras veces, no. Las despiden. Como me paso a mí, cuando quisieron obligarme a trabajar incluso el día de Navidad y Año Nuevo, y yo les dije que no. Yo no iba a tolerar eso, esos días yo no iba a trabajar, y punto.

Es cierto que hay situaciones en las que es muy difícil ayudar a las compañeras. Por ejemplo, en nuestros trabajos se producen abusos sexuales; conocemos mujeres que han tenido que pasar toda una noche secuestradas. Situaciones increíbles. Hemos tenido que acompañar a varias compañeras a presentar la denuncia.

Por otro lado, hay una cuestión que nos está quedando grande: al igual que ha existido la trata de sexo, hoy en día se está produciendo la trata de trabajo. Hay mafias en Nicaragua por ejemplo, que se dedican a la compraventa de trabajo. Te compran un billete de viaje para desplazarte aquí, te piden un aval -lo que suele ser una vivienda- y luego te piden una fortuna a cambio. Así, para cuando las mujeres vienen aquí están ya endeudadas con esas mafias y tienen que destinar una cantidad importante del dinero que ganan para pagar a los usureros. El resto del dinero lo envían a sus familiares. Estas mujeres se ven obligadas a aceptar casi cualquier trabajo. Pero también están ocultos estos casos.

En general, son muchas las realidades que quedan en la sombra. Es duro tener que trabajar ocho horas; más aún tener que trabajar 22 horas. No se habla, por ejemplo, de reducciones de jornada. Esto es como un panel de avispas, y si se toca y sale alguna avispa, todas pueden salir a toda velocidad del avispero.

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