El nacimiento y crecimiento del Movimiento Socialista está totalmente relacionado con el contexto que vivimos de crisis productiva del capital. El empobrecimiento, la proletarización, la despolitización (o el empobrecimiento de la política), la crisis de la clase media… han sido habitualmente el centro de nuestra tesis y práctica política. También en estas páginas hemos tenido la oportunidad de profundizar en ello.
Esta vez tenemos como tema el racismo y la opresión racial, como instrumentos de empobrecimiento y no como simple empobrecimiento. En efecto, el racismo no es el simple efecto pasivo de la crisis capitalista, es decir, el empobrecimiento social y político como tal; es, también, una fuerza activa como motor de empobrecimiento. El racismo es fuente de empobrecimiento, como cualquier otra opresión que causa degradación social.
El racismo no es el simple efecto pasivo de la crisis capitalista, es decir, el empobrecimiento social y político como tal; es, también, una fuerza activa como motor de empobrecimiento
Es sabido que la crisis capitalista provoca una fractura social, y que esa fractura social implica tanto el aumento de la estratificación social como la expulsión de grupos sociales. Con la crisis capitalista, lo que antes era unidad e integración, ahora se transforma en una pluralidad no integrada. Surge un excedente social, y junto a ello se articulan nuevos sujetos dominados y oprimidos. Esto no quiere decir, sin embargo, que no existieran con anterioridad. Por el contrario, estaban ahí, integrados en el propio modo de producción capitalista, con determinadas funciones, e integrados socialmente bajo estas funciones; es decir, constituían parte integrante del sujeto capitalista. La crisis, sin embargo, expulsa a los elementos más empobrecidos, y la fractura preexistente aflora en forma de conflicto político en el que aparece el racismo como instrumento político de empobrecimiento. No se agota, sin embargo, con la crisis.
El racismo está estrechamente relacionado con la crisis, pero especialmente con la desintegración de la clase media. La clase media, como clase intermedia, no es una clase estéril o neutral para el sistema capitalista; es decir, no es una clase infuncional que se sitúe entre los dos polos. La clase media es creadora de hegemonía y portadora del sentido común. Esta clase creadora de cultura desempeña funciones de cohesión del sistema capitalista; precisamente por eso mezcla cultura con producción ideológica-mercantil a su imagen y semejanza, y cultura con nación, pues la nación es la clase media. Con la desintegración de la clase, estas funciones caen en la desidia y se agotan los instrumentos de integración social. La clase que antes era integradora y armoniosa, encuentra la causa de su desastre en quienes han sido productores de sus privilegios: las personas migrantes y las mujeres –ambas proletarias, y sólo en tanto que proletarias son migrantes y mujeres–, entre otros, se convierten en objetivo.
La clase que antes era integradora y armoniosa, encuentra la causa de su desastre en quienes han sido productores de sus privilegios: las personas migrantes y las mujeres –ambas proletarias, y solo en tanto que proletarias son migrantes y mujeres–, entre otros, se convierten en objetivo
La clase media que va camino de la desintegración tiene dos opciones: aceptar su destino o combatirlo. Quien toma el primer camino, es decir, la clase media que acepta la proximidad y la inevitabilidad de su proletarización, identifica al enemigo según su nueva situación social. Esa clase media condenada a los oficios proletarizados tiene una nueva competencia: las personas migrantes que antes eran productoras de sus privilegios, pero que sobre todo hacían socialmente útiles sus privilegios –ya que el privilegio necesita de la privación de privilegios para ser socialmente útil– son enemigas en este mundo de competencia capitalista, creyendo que estos migrantes le están arrebatando su nuevo trabajo proletarizado, aunque en realidad sea al revés, esto es, ellos pretendan arrebatárselo a los migrantes. Quien adopta la segunda, es decir, la clase media que dispone de instrumentos para mantener la condición social, busca, sin embargo, el sustento en el Estado capitalista en crisis. La supervivencia artificial de la clase media se garantiza con subvenciones del Estado. La crisis capitalista, sin embargo, reduce las capacidades del Estado para dicha tarea. Eso exige recortes en los gastos del Estado y el primer perjudicado debe ser el proletariado, pero en particular un proletariado fácilmente identificable y aislado: la persona migrante que desde el principio ha desempeñado una función subordinada y ha sido arrinconada socialmente.
Puede ser sorprendente que se hable sobre la falta de integración de las personas migrantes, cuando su expulsión se hace necesaria para la supervivencia de la clase media proletarizada. En realidad, a pesar del uso de infinidad de pseudo-trucos culturales e ideológicos –son habituales en la televisión los penosos rumores de barrio–, el agotamiento de las capacidades de integración social significa que el proletariado, y en este caso concretamente el proletariado migrante, ya no desempeña funciones en la producción del poder de la burguesía y, en consecuencia, ya no es útil para construir el sistema de privilegios de la clase media. Es decir, el proletariado no se integra, porque ha sido expulsado del proceso capitalista de producción, inmediatamente.
El agotamiento de las capacidades de integración social significa que el proletariado, y en este caso concretamente el proletariado migrante, ya no desempeña funciones en la producción del poder de la burguesía y, en consecuencia, ya no es útil para construir el sistema de privilegios de la clase media
En realidad, sin embargo, la persona migrada nunca ha sido plenamente integrada. Así debe ser en la sociedad capitalista. La integración misma es una herramienta ideológica y cultural para fortalecer una determinada comunidad, siempre en contra de los que no se admiten en ella, claro. Detrás del reconocimiento de los derechos de una nación se encuentra la limitación de los derechos humanos y el no reconocimiento de los mismos a todos los demás. Da igual en qué sentido se defina la pertenencia a esa comunidad, que siempre dejará a alguien fuera. Lo que importa es a quién se deja fuera y en qué condiciones. La cuestión del racismo es ilustrativa en este sentido. También la del nacionalismo. Ambos, de un modo u otro, dejan fuera a gran parte de la clase obrera y siempre a la más proletarizada. El nacionalismo, por ejemplo, aunque ofrezca la definición más avanzada de la nacionalidad, siempre consiste en determinar quién no pertenece a su grupo y a quién no se deben reconocer los derechos que éste garantiza. Derechos que, por supuesto, coinciden con los que se reconocen a una clase media nacional.
La continuidad y repetitividad de este proceso de expulsión caracteriza la función política del racismo y su consecuencia más elemental: el racismo implica el empobrecimiento general del proletariado. El racismo contribuye a la marginación y devaluación de las personas migrantes. Hace imposible la integración social de estas personas como fuerza de trabajo igual –con iguales derechos–. Por eso el resultado del racismo es la devaluación general de la clase trabajadora.
Esta devaluación, en una primera instancia, es económica. La devaluación de un estrato obrero significa la pérdida de su valor económico, lo que supone la devaluación de todos los obreros de una determinada rama de producción. Asimismo, esta devaluación implica el aumento del poder de la burguesía, lo que es lo mismo que la devaluación general de la clase obrera. Esto no es, como muchas veces se dice, una cuestión cultural: nadie quiere trabajar por menos ni hay cultura alguna capaz de justificar la miseria, la opresión y la pobreza total. Sugerir eso, eso sí es racismo. Porque el racismo y la devaluación es también algo más: es empobrecimiento, empobrecimiento social y cultural, empobrecimiento de la humanidad, y mutilación política de las potencias emancipadoras del comunismo.
Ya hemos dicho antes que la clase media que va camino de la desintegración tiene dos opciones. Existe, sin embargo, una subopción asociada a la segunda opción. Y es que en esa situación de desintegración hay un estrato de clase media que mantiene el deseo de integración, que se identifica con las políticas de izquierda. Como la clase media de derechas que quiere utilizar al Estado como instrumento de marginación, el ala izquierda encuentra en el Estado la posibilidad de evitar esa marginación. Ambos, sin embargo, comparten un mismo objetivo. El primero busca la integración –y la unidad– de la clase media excluyendo a los migrantes de la integración, o contra la integración de los migrantes. La segunda, sin embargo, pretende dar a los migrantes un estatus de integración para que sigan produciendo los privilegios de la clase media.
Al fin y al cabo, la integración que suele hacer presencia repleta de moralismo y de ideologías estériles significa integrarse en la sociedad capitalista y esta –esto es, integrarse en la sociedad capitalista–, en cambio, ser útil para la formación de las clases medias. El que no tome ese camino es un no-integrado y además hay que expulsarlo de todos los espacios para convertirlo en un excedente sin derecho. Y, si acaso pretende simularse su integración con políticas de izquierdas, estas no serán sino el medio amistoso para colocar al migrante como migrante, esto es, un simple «bienvenido».
La integración que suele hacer presencia repleta de moralismo y de ideologías estériles significa integrarse en la sociedad capitalista y ésta, en cambio, ser útil para la formación de las clases medias
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