Frente al feminismo liberal diversos sectores del anticapitalismo adoptaron el concepto «feminismo de clase». En el transcurso de los años esta noción ha adoptado una elasticidad tal que ha dado cobijo y revitalizado las teorías duales e interseccionales en detrimento de teorías y estrategias omnicomprensivas. Este estancamiento o retroceso político, a menudo pertrechado en una fusionalidad con el movimiento de masas en torno reivindicaciones defensivas, a la práctica ha frenado la clarificación ideológica y el debate político, dejando el camino libre al reformismo y al populismo de izquierdas, auténtico «sentido común» hegemónico.
«Es cierto que el arma de la crítica no puede sustituir a la crítica de las armas, que el poder material tiene que derrocarse con el poder material, pero también la teoría se convierte en poder material tan pronto como se apodera de las masas» — Karl Marx
Se ha escrito mucho sobre la derrota ideológica del socialismo pero menos sobre cómo se ha expresado en el campo de la lucha por la igualdad sexo/género. Desde finales de los 1960 cuajó el tópico teórico de que el marxismo no tenía herramientas propias para abordar la opresión de las mujeres en las sociedades capitalistas adobado con la noción de que las organizaciones comunistas eran machistas por definición. Atribuciones poco originales que, con la denostación generalizada del marxismo, se extendieron a cualquier tipo de opresión que se desviara del estrecho reduccionismo obrerista y economicista en que se ha pretendido encorsetar el pensamiento de Marx y la experiencia emancipatoria de los procesos revolucionarios socialistas.
Sin embargo, como decía Roque Dalton, «la materia es dura, la materia es indestructible». La concatenación de crisis capitalistas en las últimas dos décadas y el deslucimiento de la ilusión keynesiana del capitalismo regulado trajeron de la mano la aceleración de la proletarización de amplias capas campesinas y millones de mujeres en todo el mundo [1] y la intensificación de los procesos de cooptación y redirección ideológica de la cuestión de la justicia social hacia la agenda de los organismos internacionales centrada en la segmentación y especialización corporativas [2]. También se reactivó el Marx oculto. Esta revitalización marxiana y de la tradición socialista/comunista abordaría la caracterización de las crisis (al calor de los debates sobre la vigencia o no de la ley de caída tendencial de la tasa de ganancia), en cuestiones operativas –acerca de las posibilidades técnicas de la planificación económica, la cuestión ecológica, racial...
Durante la reacción neoliberal de la década de los 1980 –envalentonada con la disolución de la Unión Soviética, la entrada en barrena de los partidos-sindicatos comunistas europeos y el liquidacionismo ideológico del marxismo occidental que relatara Losurdo– la «cuestión de la mujer» en la práctica se dejó caer en brazos de una utópica expansión de políticas públicas estatales (servicios públicos, reformas educativas, culturales...) que gradualmente nos conducirían al horizonte máximo de la «igualdad de oportunidades». En la década de los 1990 y 2000 la lucha contra la «feminización de la pobreza» sería la autovía privilegiada para extender novedosos mecanismos de expropiación y reconversión proletaria con especial impacto en las mujeres del Sur Global asociados a los planes de ajuste estructural y la deslocalización industrial, y la exportación especializada de trabajadoras domésticas, el turismo sexual y reproductivo (alquiler de vientres). Por su parte, en el centro imperialista este fenómeno se traduce en el desmantelamiento de los servicios públicos, el encarecimiento de las condiciones de vida y la generalización del subempleo (contratos temporales, a tiempo parcial...). La feminización de la fuerza de trabajo internacional y las crisis de reproducción del capitalismo como totalidad nutrieron la importancia de la «cuestión de la mujer» no solo para los think tank de la burguesía internacional –centrados en instrumentalizarlas para legitimar políticas económicas contra la el proletariado internacional o reconducirlas por cauces político-institucionales gestados desde los años 1970– pero también nutrieron, y esto es lo que nos interesa, la urgencia de su articulación en una estrategia revolucionaria.
La constitución contemporánea de un frente de masas feminista en el Estado español, tratada a vuelapluma, pivota sobre tres momentos críticos. En primer lugar, la emergencia con voz propia de grupos feministas en 2011 en el contexto del 15M. El segundo momento clave llegará en verano de 2014, con el intento frustrado de reforma de la ley de interrupción voluntaria del embarazo por parte del gobierno del Partido Popular. La victoria, escenificada con la dimisión del ministro Gallardón en septiembre de 2014 con el titular «No he sido capaz de cumplir un encargo», alimentará la proliferación de colectivos feministas autónomos en todo el Estado, pero también la reactivación de la «agenda feminista» en las organizaciones políticas y sindicales. En tercer lugar estarían las convocatorias iniciadas en 2017 en Polonia –también por la restricción del derecho al aborto–, Argentina, USA y parte de Europa occidental que llevarían a la formalización de una convocatoria de huelga general el 8M de 2018 y 2019 en el Estado español –por CGT y secundada formal o tácitamente por otras fuerzas de la izquierda sindical–.
Este conjunto de factores domésticos estimuló la necesidad de un rearme teórico, político e ideológico anticapitalista respecto a la opresión por razón de sexo/género, si bien, parece –en comparación con otras cuestiones– estancado, lastrando la intervención política de la militancia anticapitalista de inspiración marxista. El objetivo de este artículo es explorar los obstáculos que dificultan la necesaria clarificación política tomando como hilo conductor la generalización de la noción «feminismo de clase».
Ante el auge de un frente de masas feminista –o la canalización feminista de los impactos de las crisis en un proletariado internacional crecientemente feminizado– el anticapitalismo marxista se encontraba ante la disyuntiva de desplegar un aparato crítico que permitiera, o bien entender las coordenadas sociopolíticas de estas movilizaciones al calor de la dinámica del capitalismo, o bien insertarse en la articulación teórico-política expresada en dichas movilizaciones inmediata y «espontáneamente». Esta disyuntiva se resolvió apostando por la segunda opción, adoptando la noción «feminismo de clase» como un paraguas teórico-político, muy versátil pero limitada.
LOS DIFUSOS CONTORNOS DEL «FEMINISMO DE CLASE»
La fórmula «de clase» vendría a trazar una suerte de marca en el suelo contra la sororidad interclasista y la instrumentalización imperialista y mercantil de los anhelos de igualdad. Un calco, no siempre reconocido, de la noción «sindicalismo de clase», acuñada esta como contraposición a las organizaciones obreras que se decían al servicio de la clase obrera pero que actuaban como agentes de los estados capitalistas y de la paz social en calidad de agentes subvencionados, sindicatos amarillos o corporativos. El sindicalismo de clase era una expresión que subrayaba la íntima y necesaria relación entre la lucha económica y la política, la necesidad de la articulación de la lucha por las condiciones de vida dentro de una estrategia revolucionaria, no como un fin en sí mismo. Por su parte, la noción «feminismo de clase» partiría de afrontar la igualdad desde la perspectiva de las mujeres de la clase trabajadora, esto es, señalaba que no hay una expresión emancipatoria de la opresión por sexo/género ajena a la confrontación de clases (que también atraviesa a las mujeres), o dicho en plata que «todos los feminismos son de clase» o «tienen clase».
Así, el «feminismo de clase» tomaría como punto de partida que el antagonismo insuperable en el capitalismo se expresa en la lucha de clases e impide establecer un frente político común fundado en la condición «mujer» (sea como sea su determinación o definición biopsicosocial). También remarcaría que, pese a la coincidencia formal o superficial en determinadas reivindicaciones dentro del frente de masas, hay quienes tienen interés en derrocar el capitalismo puesto que lo identifican como la fuente nuclear de la desigualdad general y específicas y que, por tanto, aspira a la abolición del trabajo asalariado, la extinción de la clases sociales para la construcción de una sociedad igualitaria en todas sus vertientes… Pero también hay quienes estas cuestiones o les sobran, o las evocan arriconándolas en un horizonte utópico-abstracto-indeterminado al tiempo que son despreciadas, abiertamente rechazadas y combatidas en su forma y expresión teórica y organizativa en la intervención cotidiana. Una aparente ambivalencia cuyo resultado real es dejar el paso expedito a tácticas oportunistas de «ampliación de la base» o «acumulación de fuerzas» sin más vector político que el consenso que «espontáneamente» se exprese.
La potencia de la noción residía en el establecimiento de una trinchera explícita que rompía el hechizo de la sororidad universal transversal, interclasista. Servía también para activar una «perspectiva de clase» desde el referente intuitivo del movimiento obrero. La potencialidad residía en un segundo momento reflexivo donde el «feminismo de clase» era el trampolín para asir de nuevo la trayectoria política de la «cuestión de la mujer» en la tradición socialista, aquella condenada al ostracismo en la segunda ola feminista y enterrada en la década de los 1980.
Mal que pese, este segundo momento no llegó –o está en ciernes– con el agravante de que la demarcación política e ideológica que ofrecía la noción «de clase» era ambigua en su crítica del programa reformista parlamentario y por lo tanto, contradictoria en su práctica política al respecto. Es decir, no hacía una confrontación cualitativa respecto a las políticas redistributivas corporativas, a la competición entre opresiones y otras políticas sectoriales viejas y nuevas que ni alteraban la normalidad capitalista ni la correlación de fuerzas. Más bien, engrasaban eficazmente la acumulación y la explotación, en el sentido de que borraban aquellas distorsiones del eficaz aprovechamiento de los recursos humanos –ya teorizada por la Escuela de Chicago en los años 1970 sobre cómo el racismo, el machismo o la homofobia lastraban arbitrariamente la productividad–. Pero también estimulaba el enfoque pluralista de la lucha contra opresión por sexo/género, esto es, como una confederación agónica de plataformas y colectivos especializados en lo suyo. En lugar de contraponer una posición desde la perspectiva de la lucha de clases –que en absoluto debe equipararse a un rechazo por principios a las reformas o cambios formales–, el grueso del activismo adscrito al «feminismo de clase» centraba su acción política en la denuncia moral, prescripciones éticas, reformas legales y más partidas presupuestarias en los términos en que se expresaba en el sentido común feminista en los espacios unitarios no mixtos que organizaban cada convocatoria del 8M.
LA ESTRECHA CASA GRANDE DEL FEMINISMO
Quizá en los años 2000 las condiciones de posibilidad de desplegar un aparato crítico propio que permitiera entender las coordenadas sociopolíticas de las movilizaciones de masas feministas al calor de la dinámica del capitalismo podían no estar maduras. Las izquierdas anticapitalistas se encontraban lidiando con lo que Néstor Kohan llamó las «metafísicas post» [3]. En el Estado español, la década de los 2010, al calor también del 15M, entronizaría el «feminismo» como sinónimo de la «lucha por la igualdad por sexo/género». El borrado del marxismo y de la tradición socialista del ámbito académico y del activismo de los movimientos sociales dejó el campo abierto a una formación política, teórica y organizativa sobre la desigualdad por sexo/género ajena a la lucha de clases, como fundada ex novo.
Desde el desconocimiento de las reflexiones, avances y análisis revolucionarios previos, era más que natural no solo incorporarse sino reclamarse como una voz legítima más en la corriente política feminista, eso sí, marcando un perímetro muy básico, a saber, el «de clase». Pero esta postura en positivo, también traía consigo una negación: la asunción automática de la crítica feminista enunciada por Heidi Hartmann de que «el marxismo es ciego al sexo» y, por tanto, que el marxismo debía «complementarse desde fuera». Pese a su diversidad interna, el feminismo como corriente ideológica y política se cohesionaba en torno a esta negación que se expresaba en un menú de argumentos reactivos al marxismo, obcecado en el picoteo de las versiones menos marxianas de Marx, cuando no directamente en la burda manipulación. Una actitud teórica que también se acompañaba de un rosario de tics anticomunistas abiertos o velados.[4]
La culminación de la victoria ideológica de la perspectiva feminista sobre la perspectiva de clase se constata en que, quince años después, identificar y señalar la genealogía cualitativamente diferencial de la tradición socialista en la llamada «cuestión de la mujer»[5] en contraste con la del feminismo (con o sin sucesivas etiquetas) es un anatema dentro de las propias filas del anticapitalismo, incluso entre las autoinscritas en una perspectiva socialista. La profundidad de esta derrota –no reconocida– se mide por la grosera equiparación con neomasculinismo, la ultraderecha, y rojipardismo a quienes osan sugerir que la tensión política histórica y contemporánea entre el enfoque socialista y el feminista en la cuestión de la mujer no es conciliable, ni reducible a una cuestión terminológica. Que no es un «vicio de teoricista o intelectualista» conocer y señalar que el desarrollo de los debates sobre la opresión sexo/género en términos categoriales marxianos, organizativos y de intervención de las comunistas no es traducible a las «categorías» feministas. Una osadía que, a diferencia de la tropa reaccionaria, precisamente, es movida por un anhelo de despliegue contemporáneo de la capacidad radical que la tradición marxista y socialista necesita desarrollar para avanzar en una estrategia anticapitalista con capacidad para elevar la conciencia de clase y acumular fuerzas para la revolución y no para la contemporización y empoderamiento en la miseria cotidiana a la espera de un deus ex machina.
Este cierre ideológico es uno de los obstáculos para desarrollar ese aparato crítico propio. Si la noción «feminismo de clase» en su momento sirvió para establecer un tope respecto al feminismo liberal, al circunscribirse mecánicamente en la corriente feminista no se desarrolló ni ahondó más allá de lo que las líneas maestras del feminismo como corriente política, en toda su aparente diversidad, permitían o podían asimilar. Y así, dando por buena la «ceguera» y el tópico de que Marx básicamente fue un economista, el activismo anticapitalista provisionalmente parapetado tras esta vaga noción de «clase», buscó referentes y puntos de apoyo político y teórico en lo primero que se encontró a mano: la segunda ola feminista, sobre cuyas brasas teóricas se había apoyado el ciclo de movilizaciones (la tercera ola no servía en la medida en que cuestionaba la propia acción colectiva, como nos señalaba Andrea d’Atri en su crítica a Judith Butler).
A pesar de que se definía de «clase», este activismo feminista no consideró prioritario y urgente hacer ese viaje con un buen dominio y conocimiento de las categorías marxianas, –vg. trabajo, valor, fuerza de trabajo, conciencia de clase, lucha de clases, reproducción social–. Sin embargo, como en el microcuento del dinosaurio, las categorías estaban allí, «las estaban esperando», a su manera, en los centenares de libros y panfletos de la segunda ola. Y así, para el grueso del activismo feminista «socialista» o «marxista» contemporáneo, el acercamiento sustantivo al Marx, al marxismo y a la «cuestión de la mujer» no ha operado desde Marx o un enfoque materialista-histórico y dialéctico, sino que ha sucedido desde y a través del filtro político, ideológico y organizativo del feminismo autónomo, radical y, preferentemente, de la corriente feminista socialista/marxista, en una coctelera tan ecléctica y voluble como impotente políticamente.
No en vano, la trayectoria del feminismo occidental desde los años 1970, con toda la pluralidad interna que se quiera, si en algo desplegó un consenso espontáneo justificador de la necesidad de su propia existencia, fue en el objetivo declarado de «ir más allá de Marx» o «contra Marx o a pesar de Marx». Un más allá que a la práctica disuadía del acercamiento a la cuestión de la igualdad directamente desde las categorías marxianas. En su lugar se ofrecía un marxismo fast food tan deformado como intelectualmente tóxico [6]. Aunque siempre se nos recuerda –y no hemos de olvidar– que la estela de las organizaciones «comunistas» occidentales también hicieron un excelente trabajo profundizando, a su manera, en la misma senda liquidacionista, también es importante tener en cuenta que el famoso «divorcio» o «matrimonio mal avenido» entre marxismo y emancipación de la desigualdad por sexo/género es por lo general un relato emanado desde lugares donde había, ya de partida, una postura con un vínculo débil, inconsistente o directamente reactivo a adoptar la lucha contra el capitalismo como núcleo estratégico de su práctica política en la lucha por la emancipación por sexo/género. Es decir: primero eran feministas, después anticapitalistas, comunistas, socialistas...
¿QUIÉN PUEDE RECHAZAR EL HITO DE VALENTINA TERESHKOVA?
Esta búsqueda de herramientas en el seno del feminismo se ha acompañado de un blindaje de lo feminista como casa común plural y diversa de la lucha contra la opresión. En paralelo, la pátina de solidez de lo «socialista» –conforme se degrada la memoria histórica, se desteoriza y despolitiza la militancia– se ha ido sustituyendo con mixturas y parches eclécticos –completando desde fuera el marxismo, decíamos– en las que se han picoteado figuras individuales, reformas, procesos revolucionarios y fórmulas organizativas de la tradición socialista… Eso sí, siempre y cuando, estas selecciones sean asimilables para las líneas maestras hegemónicas del feminismo y legitimen la participación en el linaje: espacios no mixtos, empoderamiento y políticas reformistas aisladas del contexto revolucionario en el que se despliegan (como si el derecho al aborto o al divorcio tuviera el mismo carácter, base e impacto en una formación social capitalista o en una en transición al socialismo). Esta curiosa maniobra de reducir la tradición socialista a los trabajos de contadas mujeres, individualizadas y encumbradas, aisladas de su militancia socialista y comunista total –no mutilada y acotada únicamente a la cuestión de la mujer– suele además, acompañarse de la sospecha de que aquello genuinamente «feminista» que hicieron fue una gesta individual a pesar de –y no gracias a– su militancia partidaria y sus camaradas.[7]
Una de las herencias más llamativas, conscientes o inconscientes, de la búsqueda de linaje en el feminismo socialista/marxista en lugar de en la tradición socialista, es el encumbramiento con una mano de El origen de la familia, la propiedad privada y el Estado de Engels subrayando lo que Frigga Haug postula como «dos producciones, la de la vida y la de los medios de vida»; y con la otra, la propuesta de teoría unitaria de Lise Vogel ¡que lo señala y critica abiertamiente! [8]
Esta disociación teórico-política también ha encontrado puntos de apoyo contemporáneos –más sofisticados y académicamente rentables o respetables– que los de la literatura feminista de la segunda mitad del siglo XX, en por ejemplo, las tesis fundacionales de los encuentros internacionales feministas marxistas enunciadas por Haug o las ambigüedades teóricas de la Teoría de la Reproducción Social, su apuesta política por el «feminismo del 99 %» y la limitación de la batalla ideológica en el frente de masas contra el feminismo liberal[9]. El sobreénfasis en la batalla ideológica contra el feminismo corporativo –que sin duda debe abordarse–, sin embargo, ha soslayado por el camino la lucha ideológica contra el reformismo[10] y el populismo de izquierdas, mucho más presentes en los espacios de militancia y tribunas ideológicas de masas que el feminismo liberal y la sororidad obscena que propugna,al menos si damos por buena la caracterización al uso de que el grueso del activismo feminista del Estado español es de vocación anticapitalista.
La reedición del dualismo teórico que conceptúa la opresión capitalista patriarcal, patriarcal-capitalista –en contraposición a un enfoque de la totalidad capitalista concreta y contradictoria– no solo atañe a las formulaciones difusas de «feminismo de clase», sino que también viene impregnando apuestas teóricas que se presentan como aspirantes a desplegar esta teoría de la totalidad. Y aún más, también tiene su concreción operativa en la arena política burguesa de leyes y reformas de corte corporativo en la que se despliegan las lizas entre radfem, reformistas y activismo queer, en torno a la elucubración de la posibilidad de mejoras en las condiciones de vida de segmentos específicos del proletariado internacional desvinculadas de la dinámica del capitalismo o con una relación puramente abstracta, declarativa que se conforma con enunciar «a los capitalistas les interesa», sin responder al ¿cómo?, ¿por qué?, ¿bajo toda circunstancia?.
En la medida en que el feminismo socialista/marxista se convierte en el tronco genealógico privilegiado para la acción «feminista de clase» o del anticapitalismo en la cuestión de la mujer, se dificultan aún más las tareas necesarias para trazar una estrategia de clase independiente y revolucionaria. Sin esta clarificación, indefectiblemente, el horizonte político de la intervención en el frente de masas se reduce a la pura resistencia en torno a reformas parciales y acaba mimetizándose con el mínimo común denominador en una mixtura peculiar donde se fetichizan las herramientas políticas (por ejemplo, los espacios no mixtos o las huelgas) y las reformas parciales (cuotas, bonificaciones empresariales para la contratación laboral, extensión de servicios públicos, rentas básicas…) se abordan como fines en sí mismos, un momentum eterno de presunta acumulación de fuerzas impotente en tanto que le ha sido amputada desde un inicio la relación concreta de esas apuestas con una estrategia socialista de clase común y conjunta [11].
LA DEUDA DEL FEMINISMO MARXISTA/SOCIALISTA CON EL DUALISMO
El parentesco de las teorías duales y el feminismo marxista/socialista no es una atribución, sino una tesis de consenso en el propio seno de la tradición feminista. Las genealogías de la teoría feminista de Amorós y De Miguel, así como Nancy Holstrom e Irish M. Young, coinciden en señalar que los primeros pasos del feminismo socialista-marxista se dieron al calor de las teorías de los dos sistemas, esto es, patriarcado y capitalismo. En tanto que su desarrollo teórico se produce contra el feminismo liberal y en la medida que comparte con el feminismo radical la lectura de las carencias de la «teoría marxista tradicional para comprehender las bases, estructura, dinámica y detalles de la opresión de las mujeres», la corriente feminista socialista/marxista se inserta en la estela de huida del presunto reduccionismo economicista u obrerista del marxismo. Esta es, por otra parte, la misma inspiración en la que se inserta el «feminismo de clase» en su uso cotidiano. Abordemos pues su despliegue [12].
Al intento de combinación de «lo mejor del feminismo radical y el marxismo» lo denominaron «feminismo socialista» y el texto referente de la época será el de Juliet Mitchell Woman's State (1971) [13]. En la década de los 1970, su programa de investigación focalizará la unidad familiar, el trabajo doméstico y la crianza en las sociedades capitalistas contemporáneas y así se suceden las aportaciones de Juliet Mitchell, Margaret Benston y Peggy Morton –que introducirán la relación entre trabajo doméstico y reproducción de fuerza de trabajo– y Mariarosa Dalla Costa. Hasta mediados de los 1980 predominaría el enfoque estructuralista de Barrett (Women's Oppression Today, 1980), que defendería la existencia de una «ideología patriarcal» con su correspondiente «autonomía relativa» respecto al sistema económico (capitalista). El giro althusseriano sustituirá el determinismo económico por el determinismo discursivo y desembocará en los estudios culturales de género y otras fórmulas postmarxistas de las que beberían el feminismo autónomo y otras expresiones de izquierdas del frente de masas. Sin embargo, durante la década de los 1980 y 1990, los debates del feminismo socialista/marxista, decaen en lo académico en favor de los estudios culturales del género, mientras que en el campo político, la hegemonía la conquistan las formas «más locales y particularistas de las políticas de la identidad».[14] También a principios de la década de 1980 se rompe el vínculo entre académicas y militancia en una desbandada que dispersa en varias direcciones teóricas y políticas a las principales figuras que habían participado en el acalorado debate sobre el «trabajo doméstico» en la New Left Review [15].
Susan Ferguson identifica dos grandes ramas en el seno del feminismo socialista a la hora de explicar la opresión de la mujer: a) Las que la consideran un requisito funcional de la persecución del beneficio por parte del capital y b) Las explican como una tendencia de carácter sociobiológico de los hombres a prevalecer como grupo sexual y económico (tendencia hibridada o recorrida por sistema económico con el que coexista). Si bien al principio se consideraba el análisis clasista y la lucha de clases como fundamentales para la emancipación de la mujer, al final la discusión en el seno del feminismo socialista se condujo de nuevo al campo de la teoría dual o de los dos sistemas. «El marxismo será como mucho una consideración secundaria, en el peor de los casos es irrelevante», apostilla Ferguson. Fuera como fuese, el epílogo del intercambio sobre el trabajo doméstico fue la discusión sobre el lugar que debía ocupar el análisis marxista en la perspectiva del feminismo socialista o, más específicamente, el cuestionamiento por parte del movimiento feminista negro (la organización Combahee River Collective) de la centralidad del trabajo doméstico no pagado como categoría universal sobre la cual pivota la opresión de las mujeres puso en jaque el pilar central del grueso del enfoque del feminismo socialista sobre la cuestión (Ferguson, 2020:107). Según Holmstrom (2011), la irrupción de la cuestión racial por parte de los colectivos feministas negros obligaría al feminismo socialista/marxista a escoger entre dos grandes opciones: enfocar la totalidad capitalista o multiplicar los «sistemas».
En la primera, la de retornar a una teoría inclusiva o de la totalidad, tal como se reivindicaba a sí mismo el marxismo, gozaría de poca popularidad espontánea al ser interpretada como una recaída en el presunto reduccionismo economicista o la infravaloración política de la cuestión de la igualdad. La segunda, mucho más versátil para agendas políticas oportunistas de todo tipo, consistiría en añadir un nuevo sistema de opresión (el racial), al de la opresión de clase (capitalismo) y masculina (patriarcado). Claro que esta opción implicaba, a su vez, responder con solvencia a qué es exactamente un «sistema» de opresión, cuántos hay y cuáles y cómo están relacionados entre sí, deslizándose en sus desarrollos hacia la pendiente del pluralismo común en ciencias sociales y las teorías explicativas «de medio alcance» (en detrimento de los marcos teóricos omnicomprensivos, verbigracia el marxismo).
En esta disyuntiva proliferará una literatura que abunda en la ambigüedad sobre las cuestiones clave (cuántos sistemas, cómo se relacionan, se pueden jerarquizar) eludiendo el nivel teórico en todas sus implicaciones y explayándose, como decíamos, en análisis descriptivos, a menudo centrados en experiencias de opresión. Algunas optaron por hablar de «capitalismo patriarcal» o por la teoría de uno o dos sistemas, pero, de acuerdo con Holmstrom, la clave era que «el modo de producción no tenía mayor prevalencia que las relaciones sexo-género a la hora de dar cuenta de la subordinación de las mujeres» y es en este punto donde comienza a extender el uso de categorías paralelas al planteamiento marxista: se introducen nociones como «relaciones de reproducción». En última instancia, el feminismo socialista vendría a referirse a los análisis desarrollados por «feministas que aceptaron la crítica marxista del capitalismo pero rechazaron la lectura de que la opresión de las mujeres era reducible a la opresión de clase –que es como entendieron el análisis marxista– argumentando que la posición actual de las mujeres era el resultado tanto del sistema económico (el capitalismo) como del sistema sexo-género, al que denominaron patriarcado», nos sintetiza Holmstrom.
EL ORDEN DE LOS FACTORES SÍ QUE ALTERA EL PRODUCTO
Y es aquí donde, retomando el hilo, vemos como la noción-trinchera «feminismo de clase» hereda y expresa los obstáculos que nacen del hecho de intentar pertrecharse teórica y políticamente, en primera instancia, desde las entrañas ideológicas de la hegemonía teórica y política feminista (con o sin apellidos) y, en un segundo momento o en paralelo, de las entrañas de la crítica de la economía política de Marx y de la tradición socialista. Pero el orden de los factores sí que altera el producto. Lo cierto es que, ni torciendo la vara hacia el análisis de la opresión «patriarcal» dieron las teorías duales una explicación satisfactoria de la relación entre dicha opresión con la dinámica capitalista. No estamos hablando de una explicación del origen premoderno de la opresión, sino de una explicación de las relaciones contradictorias, efectos y potencialidades en la lucha de clases y la estrategia de combate del capitalismo de la imbricación del eje capitalista/patriarcal que identificaran. Y no fue porque no se intentara.
El problema quizá residía en que las feministas socialistas/marxistas surgidas durante la segunda ola –como está sucediendo contemporáneamente– se arrogaron la misión de «completar» el marxismo sin estudiar a Marx, partiendo del apriorismo categorial que planteaba el movimiento feminista de masas estadounidense: la mujer. Y, en el decurso histórico de las pugnas políticas, esta noción tuvo que incorporar declinaciones para hacerse literalmente plural (mujeres), acumular un amplio catálogo de atributos (por clase, orientación sexual, identidad sexual, procesos de racialización, migratorios, coloniales, nacionales…) ubicados en idénticos planos analíticos. Aunque la secuencia de adjetivos ha acabado incluso comprometiendo la mera capacidad descriptiva siquiera para las formaciones sociales del centro imperialista, ha sido y es un apriorismo del que no se deshizo… ni entonces, ni por lo que parece, por ahora.
Es decir, el feminismo socialista/marxista dio por sentado que la opresión de las mujeres de la clase trabajadora internacional venía explicado en primera instancia por la condición de mujer y no por la dinámica del capitalismo como modo de producción. Es decir, no se desnuda el fenómeno de sus apariencias inmediatas para entender las relaciones y mediaciones que operan y resultan en una opresión específica para determinados segmentos del proletariado, sin que implique negar que las mujeres son parte significativa de dichos segmentos proletarios. Al mantenerse en la superficie del fenómeno en lugar de desplegar, por ejemplo, hasta sus últimas consecuencias las categorías trabajo o fuerza de trabajo –cosa que por ejemplo, nos esboza Lebowitz–; al no ahondar más allá de la descripción de que, efectivamente hay más indicadores de miseria y violencia sobre las mujeres de la clase obrera que respecto otros grupos del proletariado internacional, por ejemplo, y que esta experiencia construye subjetividades específicas –una obviedad que no requería los océanos de tinta interseccional para constatarla, por otra parte– el feminismo socialista/marxista se deslizó por el tobogán hacia la esencialización y al razonamiento circular, a una focalización descriptiva en lo particular ignorando su relación con lo general y, por tanto, incapaz de articular una estrategia de superación o entroncar con una estrategia anticapitalista revolucionaria. En cierto modo, este fue el meandro en que se perdió el torrente del feminismo socialista/marxista de la segunda ola: por una parte el debate sobre el «trabajo doméstico» no-pago, no mercantilizado, y por otra, la tríada familia, ama de casa a tiempo completo y división sexual del trabajo.
Y es en cierto modo, el estancamiento teórico en que se encuentra actualmente la promesa TRS, cuando, por ejemplo invoca la totalidad pero se autoacota en el análisis a la noción de reproducción social «en sentido estrecho, como la usa el feminismo marxista, y eso nos permite hacer foco en el rol del género y de la opresión de género en el capitalismo» y se explaya en los aspectos de la reproducción física –intergeneracional y cotidiana– de fuerza de trabajo en la familia heteropatriarcal. Por más que las principales figuras de la TRS referencien una noción amplia de reproducción social o incorporen otros agentes de provisión de reproducción social en esta perspectiva estrecha, se da por sentada la centralidad de la familia como pieza fundamental de la producción de seres humanos fundamental por su presunta ventaja económica –que no se argumenta y que bien podría cuestionarse, precisamente, con los flujos migratorios– y su «estabilidad» [16].
LA HUELLA CONTEMPORÁNEA DEL DUALISMO (O EL INTERSECCIONALISMO)
Más allá del interés de los intercambios de la polémica sobre el trabajo doméstico, las teorías duales se mostraron especialmente susceptibles a universalizar imaginarios nada homogéneos sobre el «trabajo doméstico» propios de la clase media estadounidense o de la postguerra del sur del Europa, a pesar de que la figura del ama de casa a tiempo completo estaba en franco retroceso sociológico, a pesar de la amplia diversidad y maleabilidad histórica, social, clasista … de la condición femenina y la división sexual del trabajo. La clave de bóveda de las teorías duales es la sobrerrepresentación de las mujeres en los trabajos no mercantiles relacionados con la reproducción biológica, crianza y cuidados como causa y resultado, y como decíamos anteriormente, nos lleva a un razonamiento circular: la dependencia económica respecto al varón las ubica en estas posiciones, estas posiciones refuerzan la dependencia económica del varón.
Es lógico pues, que la principal estrategia política consecuente con este análisis fueran entonces –y sean ahora– el reclamo de reformas que, a pesar de su potencial impacto diferencial en las mejoras puntuales de la vida cotidiana de muchas personas y estratos de la clase trabajadora, operan al margen de la producción social y que no abordan como parte del fenómeno la relación entre la familia, el Estado, los procesos migratorios y la vertiente político-social de la reproducción de las relaciones sociales de producción capitalistas y su conflictividad (la lucha de clases). Como sucede con las luchas económicas que no están subordinadas a una estrategia revolucionaria, de esta lucha reproductiva parcial devienen, como mucho y para selectos segmentos sociales, mejoras limitadas que dejan intacto el funcionamiento del capitalismo y la provisión capitalista de fuerza de trabajo. Es decir, nada más alejado del deseo de «subversión comunitaria» conjurado por Selma James y Dalla Costa.
Las teorías duales abonan la creación de un espacio político diferenciado «para mujeres» y estimulan la huida de los terrenos de la estrategia socialista a nivel organizativo y político-ideológico, dado que se «corresponden» con el otro «sistema». El sobreénfasis en lo «patriarcal» para ubicarlo en «pie de igualdad» con lo «capitalista» conducirá incluso a pretender substituir el poder estratégico diferencial de los diferentes segmentos de la clase trabajadora ¡por el puro voluntarismo declarativo! Y no lo enmarca en un «análisis exhaustivo de las relaciones sociales y el poder», en palabras de Meikisins Wood [17].
Quizá los resultados de los cincuenta años de teorías y prácticas contra el capitalismo patriarcal emanadas de la matriz dualista sean suficientes para rearmarnos, de forma clara y sin ambigüedades, reapropiándonos críticamente de las armas históricas de la tradición socialista/comunista, con el rigor intelectual y político máximos, pero superando la «doctrina del injerto ecléctico» dual o interseccional.
RECONSTRUIR UN APARATO CRÍTICO EMANCIPADOR
Decíamos antes que tras el blindaje del feminismo como paraguas terminológico se escondía una disputa tanto teórica como política y que la noción «feminismo de clase» no tenía una adscripción teórica unívoca, más allá de una vocación anticapitalista genérica. Esto nos lleva a que, efectivamente, no es lo mismo la tradición socialista que el feminismo socialista/marxista y que «feminismo de clase» tampoco equivale a «feminismo socialista/marxista» (que también contiene posiciones contradictorias en su seno) ni, por descontado, equivale a «teoría de la reproducción social» ni esta a «teoría unitaria»… a pesar de la insistencia de determinada literatura militante en hacerlas intercambiables o sinónimas. No es lo mismo partir del análisis de las relaciones sociales capitalistas que de los apriorismos políticos de la corriente político-ideológica feminista. El orden de los factores altera tanto el alcance analítico como el resultado.
En la tradición socialista y la teoría unitaria, el análisis de los mecanismos de subyugación que inciden sobre las mujeres emana de las categorías marxianas. Es obvio que tampoco ha tenido un recorrido rectilíneo y su vitalidad se expresa en diversas controversias, siendo la tensión con las teorías duales el punto de fricción directo con el «feminismo socialista/marxista».
Si la «reproducción social» en la teoría unitaria y las categorías marxianas nos remite a todos los procesos implicados en la reedición del capitalismo como modo de producción, esto es, la continuidad de las relaciones sociales de producción capitalistas (en su forma y contenido), en las teorías duales –apoyadas o no en la literatura decimonónica– se apoya en un enfoque reduccionista que escinde la esfera productiva de la improductiva y nos ubica la «reproducción social» en la pura reproducción y recomposición física de la fuerza de trabajo (cotidiana, inter e intrageneracional) en la familia.
Por el contrario, partir de las categorías marxianas nos permite no solo superar el apriorismo –y la pendiente esencialista de las mujeres trabajadoras como reproductoras de personas y cuidados no mercantiles– sino que también abre la llave del callejón sin salida de las interseccionalidades y, al hacerlo, entronca de forma sustantiva la lucha contra la opresión machista y el sexismo con las grandes pugnas emancipatorias del conjunto de la clase trabajadora internacional. Le da fundamento a una estrategia de clase internacionalista que no soslaya sus tareas contra todas y cada una de las fracturas inscritas en el cuerpo proletario.
Nos permite avanzar hipótesis, prever escenarios, trazar y diseñar líneas de intervención política ofensivas y superadoras de la denuncia moral, la contención de la pulsión punitivista «espontánea» o su reverso, el refuerzo del poder del Estado mediante la súplica de servicios públicos «al servicio de la vida» compatibles con la continuidad capitalista. En definitiva, abre la posibilidad a una práctica política diferencial a la de la socialdemocracia y extiende una alfombra nueva de acumulación de fuerzas, ciertamente más esforzada en sus exigencias pedagógicas y de formación política de la militancia, pero nutrida con la energía que da el saber que se avanza hacia alguna parte.
NOTAS
1 Según los datos de la OIT, en 2019, último dato disponible, el 55 % de las personas asalariadas no desempleadas son mujeres, un porcentaje al alza desde que comienza la serie estadística en 1991.
2 Para un análisis de este proceso desde la perspectiva del feminismo autónomo latinoamericano, ver Falquet, Jules Mujeres, feminismo y desarrollo: un análisis crítico de las políticas de las instituciones internacionales. Desacatos: Revista de Ciencias Sociales, Nº. 11, 2003 , pp. 13-35.
3 Siguiendo a Néstor Kohan en Nuestro Marx: postmodernismo, postestructuralismo, postmarxismo… «Todas estas metafísicas gritan al unísono “¡Ya no hay sujeto!”. ¿Con qué lo reemplazan? Pues con una proliferación de multiplicidades o «agentes» sin un sentido unitario que los articule o conforme como identidad colectiva a partir de la conciencia de clase y las experiencias de lucha» (2013:35).
4 Una anécdota muy explícita: el año 2014, en la manifestación del 8 de Marzo en Madrid, se ocupa un antiguo local del PCE, el Marx Madera (rebautizado como La Hoguera). Una avezada militante feminista tapa con un spray negro una hoz y un martillo que había en una pared. Como quien tapa una esvástica.
5 Para un repaso histórico somero de estas trayectorias diferenciales son muy recomendables los trabajos de Frencia, C. y Gaido, D. (2016). El marxismo y la liberación de las mujeres trabajadoras: de la Internacional de Mujeres Socialistas a la Revolución Rusa y (2018) Feminismo y movimiento de mujeres socialistas en la Revolución Rusa. Ariadna Ediciones. Santiago de Chile.
6 Entre los muchos ejemplos, las diatribas de Silvia Federici con el marxismo se han ganado un espacio propio como ejemplo contemporáneo de tergiversaciones y bandazos. Recomendable síntesis en Aiestaran, I (2018) Karl Marx y 'El capital' frente a las soflamas sin valor de Silvia Federici. En Rebelion.org.
7 Por ejemplo, recuperar las invectivas de Clara Zetkin o Kollontai contra el feminismo del siglo XIX es considerado anacrónico al tiempo que las fórmulas de organización o debate no mixto –sin coordenadas históricas o políticas que las contextualicen– se utilizan como argumento de autoridad del fetichismo organizativo no mixto, tan característico del feminismo radical. Un ejemplo concreto sería recordar el impulso –fallido– de Zetkin con el apoyo de Lenin de un congreso internacional interclasista de mujeres sin partido omitiendo el pequeño detalle de que ¡se realizaba al calor del triunfo de la revolución bolchevique!
Otra expresión muy explícita de esta subsunción de la tradición socialista a la casa común del feminismo: «Finalmente, la categoría “feminista”, como todas las categorías históricas, no pueden aplicarse según lo que estas figuras lo consideraban, sino comparándolas con la realidad y de acuerdo con la definición que le damos. Sería muy contradictorio con el método marxista, y coincidente con el idealismo y la postmodernidad, establecer que porque alguien se autodenomine feminista o comunista (o nombre al otro como tal) se valida la catalogación. Según nuestra lectura, los escritos de Kollontai sobre la opresión de las mujeres, el trabajo reproductivo y su socialización, su promoción de asambleas no mixtas dentro del Partido Bolchevique, o las políticas públicas y el código de familia que lideró la primera época de la URSS, serían fácilmente asumibles por parte del feminismo surgido desde los años 60. Ella se contraponía al movimiento sufragista europeo». Jubany de Solà, L & Verd, G. (2021) L’infeliç matrimoni entre marxisme i interseccionalitat a Catarsi Magazine, 14/07/2021. ¿Acaso todas las partidarias de la socialización del trabajo doméstico serían partidarias del proceso revolucionario necesario para verdaderamente afrontar esa tarea o con unos buenos servicios públicos ya estarían satisfechas sus necesidades? ¡No es acaso más idealista considerar «feminista» de acuerdo con la «realidad» y la «definición que le damos» si esa esa “realidad” y “definiciones” se les niega su desarrollo histórico en favor de un presentismo y definición voluntarista?
8 Benítez, I (2020) Engels: del reformisme de la II internacional a les polítiques de reproducció social soviètiques. Notes sobre l’origen de la família, la propietat privada i l’Estat. Engels.cat.
9 Así rezaba el manifiesto del «Feminismo del 99 %» publicado en Viewpoint Magazine: «Unámonos el 8 de marzo para hacer paro, abandonar los lugares de trabajo y estudio, marchar y manifestarnos. Aprovechemos la ocasión de esta jornada internacional de acción para transformarla en el fin del feminismo corporativo y construir en un feminismo para el 99 %, un feminismo de base, anticapitalista, en solidaridad con las mujeres trabajadoras, sus familias y sus aliados alrededor del mundo». «Beyond Lean-In: For a Feminism of the 99 % and a Militant International Strike on March 8» Viewpoint Magazine, 3 de febrero de 2017. El artículo lo firman: Angela Davis, Barbara Ransby, Cinzia Arruzza, Keeanga-Yamahtta Taylor, Linda Martín Alcoff, Nancy Fraser, Rasmea Yousef Odeh y Tithi Bhattacharya.
10 En cierto modo, en nuestro contexto recuerda a las campañas electorales obsesionadas y ruidosas con el Partido Popular (o la ultraderecha), discretas, amables y con la mano extendida al PSOE, buscando su complicidad o eventual alianza.
11 Es lógico, pues, que la intención rupturista de la noción de «clase» aplicada al feminismo acabara siendo identificada o reducida a la pura expresión de la lucha sindical o a atribuciones de posición de clase y su relación con el discurso y la conciencia de clase basculantes entre el mecanicismo –la conciencia política brota de la posición respecto a los medios de producción– y el voluntarismo –«la clase es un proceso» sin mucha más elaboración al respecto–. Algunos corolarios hipotéticos de estas inconsistencias serían, por ejemplo, la proyección de «sindicatos de mujeres», el establecimiento de una línea directa entre la experimentación vital de una opresión o injusticia (por razón de sexo/género u otra) y la adquisición de conciencia de clase o, la reducción de la noción de «clase» a la visibilización de luchas obreras compuestas exclusiva o mayoritariamente por mujeres, junto con la rehabilitación del movimiento obrero de mujeres. No es de extrañar, pues, que no se considere especialmente problemática la noción «feminismo del 99 %» y se minimice su coherencia entre el marco teórico y la propuesta política de las intelectuales militantes de la Teoría de la Reproducción Social o que frente al avance de la mercantilización corporal, sexual y reproductiva de los cuerpos de las mujeres de la clase trabajadora internacional se integre sin dificultades una noción de sujeto y consentimiento liberales. Esto es, antagónico con el sujeto emancipatorio de la tradición socialista, por citar algunos ejemplos.
12 Amorós, C & De Miguel, A (eds) (2010) Teoría feminista: de la Ilustración a la globalización. Minerva ediciones. ; Holstrom, Nancy (ed) (2011) The Socialist Feminist Project. A contemporary reader in theory and politics.; Young, I. (1997). Socialist feminism and the Limits of the Dual system theory. En Hennessy, R. i Ingraham, C. (eds.) Materialist feminism. Routledge. London.
13 Vogel revisa críticamente su aportación. Según Mitchell, existen cuatro estructuras separadas que en su conjunto conforman la «compleja unidad» de la situación de las mujeres: producción, reproducción, socialización y sexualidad, y lo acompaña de observaciones estratégicas y programáticas. Para Vogel, Mitchell no sustenta históricamente el análisis y transformación de estas cuatro estructuras, presenta la producción social como una experiencia ajena a las mujeres y, en su conjunto, abre la puerta al ahistoricismo y el funcionalismo. Aun así, Vogel le reconoce el mérito de intentar dar una base contra el feminismo radical y legitima la perspectiva que reconoce la primacía última del fenómeno económico, sin que ello suponga la negación de que en determinadas coyunturas otros aspectos de la situación de las mujeres tienen importancia y jueguen un papel clave. Vogel, L. (2013) [1983]. Marxism and the oppression of women. Toward a Unitary Theory. Haymarket Books. Chicago.
14 Holmstrom, Nancy (20112002) The Socialist Feminist Project. A contemporary reader in theory and politics. Delhi: Aakar Books.
15 Ferguson, Sue (1999) Building on the strengths of the socialist feminist tradition. New Politics, Winter 1999, Volume 7, Number 2.
16 Arruzza, C. & Bhattacharya,T. (2020:40-41) Teoría de la Reproducción Social. Elementos fundamentales para un feminismo marxista. Archivos de la historia del movimiento obrero y la izquierda. Año VIII, nº 16, pp. 37-69 marzo de 2020-agosto de 2020
17 «El socialismo revolucionario tradicionalmente coloca a la clase obrera y su lucha en el corazón de la transformación social y la construcción del socialismo, no como un mero acto de fe, sino como una conclusión basada en un análisis exhaustivo de las relaciones sociales y el poder. En primer lugar, esta conclusión se basa en el principio histórico/materialista por el cual se establece que las relaciones de producción conforman el centro de la vida social y se define su carácter explotador como la raíz de la opresión social y política. La formulación según la cual la clase obrera es la única clase revolucionaria en potencia no se trata de una abstracción metafísica, sino de una extensión de estos principios materiales». Meiksins Wood, E. (2013:66-67) ¿Una política sin clases? Ediciones ryr.
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