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Las manifestaciones del 28 de enero ya han pasado y, de alguna manera, durarán. Debates sobre el número de manifestantes, distorsiones y aclaraciones de números, recuentos ridículos de colores torpes, opiniones sobre el mensaje de las movilizaciones y su contenido político: un relato es lo que cada uno de nosotros formará, desde la información, los debates y la experiencia recibidos aquí y allá.

Justamente, Pablo Iglesias habla sobre el relato en su artículo "Es el relato, estúpido", publicado hace unos días en CTXT. Iglesias defiende que las políticas «de izquierdas» del Gobierno de coalición español han salido adelante por iniciativa de Podemos, e incluso que los «avances» realizados han tenido como condición fundamental la entrada de la formación morada en el gobierno. Advierte con preocupación, sin embargo, que no han sabido fijar ese relato. Se refiere a los choques recientes con el PSOE, pero también a más: cita la falta de lealtad en torno a la plataforma Sumar de Yolanda Díaz, denuncia un titular publicado por El País, subraya la inocencia de quienes se sorprenden de que la derecha gane con «discursos basados en la mentira y en la provocación». «En política lo más importante», dice, «es quién fija, a base de insistir y definir, los relatos que se imponen en la memoria política de los ciudadanos».

El artículo se explica casi por sí solo: lo que nos presenta es una comprensión socialdemócrata de la lucha cultural en su expresión más clara. Para la socialdemocracia, en plena crisis capitalista, el deber de la política ya no es garantizar el bienestar de la gente, ni siquiera reconocer sus imposibilidades objetivas para ello, sino propagar el relato de que trabajan “por el bien de la gente”. No importa que digan que han parado los desahucios desde el gobierno y que el año pasado haya habido más de 21.000 desahucios, no importa que en los récords de precios de los alquileres sólo se ponga un límite del 2% o que no haya control sobre los precios de los productos básicos. Para ellos no se trata de que hagan políticas equivocadas, sino de que la gente no las entiende.

El problema de comprensión, sin embargo, está claro que lo tienen ellos. Lo que no entienden, o, mejor dicho, lo que no son en absoluto capaces de explicar es cómo es posible que la ofensiva contra las condiciones de vida de la clase trabajadora occidental avance, rápida y violentamente, sin importar que los partidos en el gobierno de cada país sean de izquierda o de derecha. No es una conspiración, no es un pensamiento maquiavélico, pese a que Iglesias quizá así lo quisiera: en la base de esa imposibilidad se encuentra el pensamiento burgués, la absolutización del marco capitalista, el pensar y actuar siempre dentro de este. A partir de ahí, para la izquierda institucional, la política siempre es lo que ellos privilegiadamente hacen, siempre es la política parlamentarista, y la lucha cultural es también lo que sucede en ese ámbito reducido. La cuestión del relato, entendida sólo desde la riña electoral y el parlamentarismo mediatizado, les sirve, precisamente, para no hablar sobre las dinámicas de poder reales de la sociedad y, sobre todo, para no admitir la función que cumple la propia socialdemocracia en la reproducción de estas. El mismo Iglesias decía que la derecha ganaba con «mentiras», pero la izquierda también lo hace, aunque sin percatarse de la mentira. He ahí la farsa.

Ese es el peligro adicional de la socialdemocracia: es una mentira disfrazada de honradez, que no es consciente de su marco de pensamiento y de su actuación, y, por lo tanto, nunca lo explicita. De esa manera también nos impone la farsa: en el sentido de la falta de compromiso hacia la verdad, de no entender la propia función que cumple en realidad. Ese marco de pensamiento inconsciente se encuentra en la base de todo el aparato de la socialdemocracia, en la predicación de falsas esperanzas de la izquierda institucional, en la actividad de los trolles de las redes sociales bajo su influencia, así como en las preguntas sobre disputas electorales o sobre la «creación del partido» hechas por un periodista del periódico Berria a un miembro de GKS. Reivindicarán «realismo», «profesionalidad» o «neutralidad», pero lo que no comprenderán es que esas palabras se encuentran totalmente acotadas al marco burgués, y que la función que cumple su actividad, al fin y al cabo, es la de eternizar ese marco.

El asunto del relato y la palabrería de la lucha cultural les es útil para desplazar el problema del poder, para encubrir constantemente la función real que cumple. Para los y las comunistas, en cambio, la lucha cultural es un momento de la lucha integral contra el poder de la clase enemiga, cuyo objetivo es destapar el pensamiento burgués en todas sus expresiones, y es ahí donde situamos también la cuestión del relato. Desde luego, en relación con las manifestaciones del 28 de enero, nos importa si los medios de comunicación proporcionan las cifras de asistentes de la policía o las cifras reales, nos importa si en el debate público predomina el propio contenido de la manifestación o los conflictos desfigurados hacia la Izquierda Abertzale, nos importa si a la gente le llega una imagen positiva del trabajo militante de los últimos meses o las difamaciones sobre el movimiento. Pero si criticamos todas ellas, no lo hacemos por puntualizar, y menos aún por intereses electorales, sino con la intención de explicitar la auténtica función que cumplen. El pensamiento burgués es, en último término, lo que combatimos en cada intervención.

En la lectura final de las manifestaciones del 28 de enero se leyó, con fuerza, una frase que no podía estar mejor formulada: nuestro mensaje no está dirigido a los políticos profesionales, sino al proletariado en sí mismo. La diferencia no es sólo evidente, también es radicalmente contraria. En plena crisis capitalista, cada vez es más la gente que se percata de la farsa de la socialdemocracia; la tarea del movimiento socialista es convertir el relato de la farsa, en vez de en el de la impotencia, en el relato sobre la potencia de la política revolucionaria. 

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