El sufrimiento humano busca, sin éxito, unos límites inexistentes en nuestro mundo, pues son pan de cada día el terror, la muerte, la injusticia. En la mayoría de los casos se ignoran: lo que ocurre en la casa de al lado no es asunto nuestro (de esto se encargan la industria cultural, la ideología reaccionaria, la policía y un largo etcétera).
Pero hay momentos en los que los hechos son tan evidentes, que ni siquiera los más desesperados esfuerzos de los políticos profesionales consiguen aplacar el enfado de la gente. Eso es lo que está ocurriendo ahora, con Palestina. En Argelia e Inglaterra, en Malasia y Brasil, la gente ha salido a la calle, la gente dice “basta ya”, dice “esto no puede ser”.
La otra vez me mostraron un vídeo: un hombre está sacando a un niño en brazos de entre los escombros de un edificio. El niño le pregunta –Tío, me llevas al cementerio?–, y el hombre –No, cariño. Estás vivo, y tan hermoso como la luna–. Es interesante pensar sobre cómo sería la respuesta ante la política asesina de Israel si no tuviéramos redes sociales. O sea, es interesante pensar en las oportunidades políticas que nos brindan las redes sociales.
En Argelia e Inglaterra, en Malaysia y Brasil, todas hemos visto el desastre en nuestras pantallas; es verdad lo que dicen: gracias a internet, estamos cada vez más conectados. Y esta cuestión de la conexión, también tiene otros vectores: el fenómeno de la migración aúna a las gentes de todos los continentes en un mismo lugar, como nunca antes ha ocurrido en la historia de la humanidad. Los que gustan de analizar las cosas con rigor afirmarán, además, que no se puede realmente analizar esta cuestión de la unidad entre gentes de todo el mundo, si no se tiene en cuenta que en todas partes se halla el trabajo subordinado a la lógica de la acumulación de riqueza. Que las personas son variadas, pero que la sociedad es una y única.
Pero volvamos al tema del boicot y las protestas de denuncia ante la masacre contra Palestina. Es evidente que estas iniciativas cuentan con unos obstáculos insalvables para lograr sus objetivos, como cada día nos recuerda, de una manera terrible, la cifra de muertos que crece cada hora. Y es que no es suficiente compartir el dolor y la rabia, ni ser crítico y señalar las injusticias: sin unidad política (estratégica), no es posible organizar una fuerza política (necesariamente internacional) que haga frente al imperialismo.
Y menciono el imperialismo, ya que al analizar el conflicto de Palestina enseguida nos daremos cuenta de que no se trata de un conflicto entre dos religiones o entre dos naciones. Pues el problema no empezó el 7 de octubre, pero tampoco en 1948: el problema no es lo que ocurrió hace 75 años, sino que en nuestro mundo es posible –con total impunidad– que un país lleve adelante un genocidio televisado.
El sufrimiento humano anda buscando sus límites, pero pensar que encontrará alguno en nuestra sociedad –en la sociedad burguesa– es solo una quimera. Nosotras hacemos nuestro ese sufrimiento, hacemos nuestra la rabia y el dolor de los desposeídos; intentamos comprenderlo, lo analizamos. Y haremos uso de ese conocimiento para dibujar una diana en la frente del enemigo, para que todos vean realmente quién es. Utilizaremos ese conocimiento para dar cuerpo a la solidaridad internacional, esto es, para organizar una unidad entre las trabajadoras a nivel mundial que sea capaz de hacer frente al capital.
No se pueden cerrar los ojos ante la destrucción: lo que ocurre en la casa de al lado también nos incumbe. Ya que es sabido que, en verdad, todas vivimos en el mismo edificio (aunque algunas habitaciones sean más agradables que otras), y que el dueño se está quejando porque todavía no le hemos pagado el alquiler; y que algún día le tendremos que pegar un tiro.