En los últimos tiempos ha venido habiendo un revival de conceptos como clase, obrero, etc. que se creían olvidados, o al menos muy restringidos a ciertos ámbitos y entornos. ¿Qué es la clase obrera hoy? ¿Quiénes la componen? ¿Tiene esto operatividad política? ¿Qué pinta en el bazar de las identidades? ¿Es la obrera una identidad más entre otras? ¿Está enfrentada con ellas o son compatibles entre sí? ¿Qué fue de la lucha de clases? Son cuestiones que, con mayor o menor fortuna, con mayor o menor rigurosidad, ocupan en nuestros días en el equívoco espectro de la izquierda a una variedad de articulistas, activistas, académicos, tertulianos, usuarios de redes sociales y consumidores de contenido en internet en general.
En estas polémicas, como decíamos, más o menos superficiales, encontramos diversidad de opiniones. Lo mismo podemos decir en la izquierda más política y sus distintas tendencias. Sin embargo –y aquí está la tesis que defenderemos aquí– la gran mayoría de ellas viene a compartir, de una manera o de otra, un mismo denominador común: su obrerismo. El presente artículo no pretende analizar la cuestión del obrerismo a un nivel teórico, sino advertir ciertas cuestiones sensibles en un terreno más político, que puedan resultar útiles para la práctica emancipatoria.
El obrerismo como ideología –como toda ideología, habría que añadir– no flota en el aire ni brota de la nada. Tiene unos porqués. Lo cual puede parecer una perogrullada, pero es un primer paso para tratar de identificar dichos porqués, y con ello poner las bases para poder superarlo. Hagamos un breve recorrido histórico.
Obrerismo como ideología, decíamos. Ahora bien, ¿como ideología de qué? Como ideología de la centralidad del trabajo asalariado a nivel social, de la industria a nivel productivo, del movimiento obrero a nivel político. El obrerismo surge pues como ideología de la centralidad obrera en el momento en el que esta es una realidad. Aunque también comienza a perfilarse incluso cuando esta realidad aun no es dominante, pero ya anuncia que pronto lo será. Podríamos retrotraernos a múltiples momentos muy pretéritos de la tradición socialista y sus diversas escuelas, desde el siglo XX para atrás, durante todo el siglo XIX e incluso antes. Así, la cuestión de los contornos de la clase, y si estos coinciden milimétricamente o no con los del proletariado industrial, será objeto de debate clave desde muy pronto. No será este un capricho sociologista, sino una tarea política vital: la de definir el sujeto revolucionario que al fin liberará a toda la humanidad. Hablamos pues de un obrerismo incipiente que implica sin duda un talante optimista y una voluntad progresista.
El obrerismo surge como ideología de la centralidad obrera en el momento en el que esta es una realidad
Este obrerismo optimista dará sus últimos coletazos en los años 70 del siglo pasado, y será la última ocasión en la que seguirá enraizado en una centralidad obrera palpable que lo sostenga. Tendrá desarrollos específicos como el del operaismo italiano, cumbre teórico-práctica entre las experiencias de la época[1]. También tuvo su expresión en el Estado español, donde la crisis final del Franquismo tuvo entre sus causas principales a un agente político de primer orden, que bien pudo haber escrito la historia de otra manera a como finalmente acabó en la Transición: el movimiento obrero[2]. Lo cual tuvo no su correlato, sino uno de sus escenarios principales diferenciados en Hego Euskal Herria, donde dicho nuevo movimiento obrero a la ofensiva desbordaba lo meramente laboral y marcaba el paso a las distintas corrientes de la izquierda de la época. Izquierda que, consecuentemente obrerista, iba por momentos a rebufo de dicho movimiento. Ya fuera para domesticarlo e incluso frenarlo, como en el caso del PCE; para dinamizarlo y tratar de ponerse a su cabeza, sin lograr controlarlo completamente, como en el caso de la izquierda radical[3]; para alimentarse de su potencial y encuadrarlo en su estrategia, como las distintas ramas de la izquierda abertzale a la cual a su vez radicalizó sin duda; y finalmente para quienes apostaban todo por él, reivindicando todo el poder a las asambleas, como la Autonomía (Obrera)[4].
Dicho nuevo movimiento obrero a la ofensiva desbordaba lo meramente laboral y marcaba el paso a las distintas corrientes de la izquierda de la época
Cómo terminó la historia es desgraciadamente conocido. Aquel movimiento obrero con agencia política propia dejó de existir. Derrota, disolución, integración… Distintos matices, mismo resultado al fin y al cabo. El cual acabará con las condiciones de posibilidad de un obrerismo optimista, quizás equivocado pero de indudable voluntad revolucionaria. Y abrirá las puertas a un obrerismo derrotista. La identidad obrera quedará fosilizada según lo que fue –o incluso como nostalgia de un pasado que nunca existió–, desconectada de la realidad y despojada de todo potencial político revolucionario. La izquierda posterior será incapaz de liberarse críticamente de toda esta carga y quedará presa de ella, reproduciéndola por activa o por pasiva.
Aquel movimiento obrero con agencia política propia dejó de existir. Derrota, disolución, integración…
Más allá de la desaparición política del movimiento obrero, los cambios seguirán. A este le tomarán el relevo en importancia los nuevos movimientos sociales. Y de hecho pasará a ser un movimiento social parcial más, y no ya el poderoso movimiento social aglutinador por excelencia. La antigua conflictividad obrera será sustituida por las relaciones laborales institucionalizadas. Y sus expresiones más radicales serán un triste quiero y no puedo, un síntoma de la decadencia general. Los escenarios de las duras batallas contra la reconversión acabarán siendo el cementerio de elefantes de la vieja clase obrera industrial[5]. Cada batalla perdida no será sólo una derrota sindical o política. Irá minando irremediablemente también la base social y productiva de la clase obrera industrial. El obrerismo quedará como un cadáver ideológico. Como aquella ideología de la centralidad obrera, pero ya sin centralidad obrera.
El obrerismo quedará como un cadáver ideológico. Como aquella ideología de la centralidad obrera, pero ya sin centralidad obrera
¿Cuáles son pues los rasgos de este obrerismo? No es objeto de este artículo hacer todo un balance histórico de los derroteros obreristas y de su uso y abuso en las experiencias revolucionarias pasadas. Sí de los vicios de las concepciones obreristas y de sus visos reaccionarios[6] –es decir, contrarrevolucionarios– que se irán desarrollando más (pues ya se pueden apreciar mucho antes) a partir de dicho momento y que acabarán llegando hasta nuestros días. Hablamos de la tendencia a congelar la lucha de clases en su momento económico, agotándose en lo meramente sindical. De afirmar a la clase como engranaje del capital, en su faceta interna a la relación social capitalista, frente a aquella que niega la misma (y que se niega a sí misma). Y que políticamente ha venido ligada, voluntariamente o no, más o menos explícitamente, al reformismo. Reduciendo la lucha de clases a una mera negociación de la redistribución de la riqueza dentro de los límites impuestos por el capitalismo. Llegados a este punto, el obrerismo pasará a ser una ideología justificadora del orden existente, incluyendo todos sus elementos moralistas de apología del trabajo y la laboriosidad. A través de todos estos ingredientes se construye una identidad netamente capitalista: la obrera; y una ideología identitarista que la reproduce: el obrerismo.
A través de todos estos ingredientes se construye una identidad netamente capitalista: la obrera; y una ideología identitarista que la reproduce: el obrerismo
Hasta aquí queda clara la caracterización del obrerismo en bruto. Alguno preguntará, ¿qué tiene que ver todo esto con la izquierda actual? Pues que se construye en la resaca de dicho obrerismo. Y lo hereda, aunque lo reformule de distintas maneras. Veamos algunos ejemplos.
La más relevante es la del anticapitalismo sin clases, que constituye su contraparte más clara. Se encuentra muy extendida en el conjunto de los movimientos sociales. Su razón de ser es que si la apuesta general por un sujeto muy concreto (el obrero industrial) fracasó históricamente, la respuesta es huir hacia adelante y renunciar a la posibilidad de todo sujeto. Lo que implica, aunque se obvie, toda posibilidad de revolución social (de estrategia ni hablamos). Se trataría pues de esperar hasta que esta ocurra. La solución discursiva que se le da es ponerle a cada uno de dichos movimientos parciales el apellido anticapitalista, como si esto cambiara su carácter.
Mientras tanto, la lucha de clases ya no existe en su sentido político: empieza y acaba en la única parcela que se le reconoce, la laboral (o en el mejor de los casos la socioeconomía). Lo cual no es contradictorio y viene a confirmar el dogma obrerista. Si el obrerismo clásico tomaba la parte por el todo, el anticapitalismo desclasado toma el todo por la parte: la lucha de clases se reduce a la lucha sindical. Ambos compartirían la misma concepción estrecha de la clase. Unos para imponerla y los otros para denigrarla. Es la más extendida en la izquierda, ya sea desde vertientes más movimientistas o institucionalistas. Incapaces de reconocer su reduccionismo, recurrentemente nos acusan de él precisamente a quienes con más vehemencia y dedicación lo combatimos, en la teoría y en la práctica.
Si el obrerismo clásico tomaba la parte por el todo, el anticapitalismo desclasado toma el todo por la parte: la lucha de clases se reduce a la lucha sindical
Otra rareza menos relevante a nivel político, pero que confirma ser una consecuencia más de las concepciones obreristas es la de ciertas corrientes feministas. Es el caso del feminismo autónomo italiano (Dalla Costa, Fortunati, o la más mediática Federici), que cogiendo el mismo esquema obrerista, ni corto ni perezoso trata de invertir la realidad adaptándola a él. Si antes se identificaba la fábrica como escenario político privilegiado de la lucha de clases por realizarse allí el trabajo productivo (la producción y apropiación de plusvalor), ahora se identifica al trabajo doméstico como productivo (!). O el caso del feminismo materialista de autoras como Delphy, para quien los sexos constituyen clases, que desarrollan una guerra de sexos en el seno de un supuesto modo de producción doméstico. Materialistas y autónomas pueden ser especialmente pintorescas, pero ambas beben, al igual que el resto de corrientes feministas pero también del anticapitalismo sin clases en general, de los mismos malentendidos de los dogmas obreristas.
Pero volviendo a fenómenos de actualidad, ha ido tomando presencia mediática y callejera en los últimos tiempos un nuevo obrerismo, aunque en realidad sea muy viejo. Viejo porque de nuevo bebe de las erróneas concepciones de siempre, por mucha hostilidad que exhiba ante el resto de la izquierda traidora que en definitiva las comparte. Y nuevo por las causas más recientes de su emergencia actual. El obrerismo en sí ya constituía un identitarismo, ya que hacía su razón política de ser la identidad obrera. Pero en este caso, esta característica se ve exacerbada en el contexto de la explosión de las políticas de la identidad. No hay pues nada más posmoderno que este pretendido antiposmodernismo. Que expresa claramente una reacción de repliegue de una supuesta identidad obrera ciertamente caricaturesca, a la defensiva frente a otras nuevas identidades en auge, condenadas como degeneradas. Dicha identidad se construye con los rasgos más reaccionarios que se puedan encontrar en la clase y se basa en la oposición de las cosas de comer contra todas aquellas que distraerían de ellas, promovidas por oscuros intereses. La confluencia entre obrerismo y nacionalismo termina por completar una evolución lógica, siguiendo el mismo patrón histórico que ya cumplieron la socialdemocracia y su política socialpatriota primero, y el fascismo y su obrerismo nacional después. La realidad es tozuda y los parecidos peligrosamente razonables.
Como hemos visto, el obrerismo puede tener versiones extremas y exclusivistas como esta última. O la otra cara de la moneda antes analizada, que comparte en última instancia las mismas premisas por mucho que pretenda negarlas. Ambas se retroalimentan, ambas parten del mismo lugar y ambas deben ser combatidas, más aún en su momento decadente. Para quienes centralidad obrera y lucha de clases eran sinónimos, el fin de la primera decretó el fin de la segunda. Y aquellos que pretenden vender hoy su vulgar obrerismo reaccionario como lucha de clases también están negando la propia lucha de clases. Dicha negación es el contenido común y último de todo obrerismo al fin y al cabo. La propia existencia actual de un comunismo organizado y al alza niega por la vía de los hechos a ambos. Y demuestra que relanzar la lucha de clases a día de hoy debe tener como premisa la superación crítica de todo obrerismo.
Relanzar la lucha de clases a día de hoy debe tener como premisa la superación crítica de todo obrerismo
REFERENCIAS
1. Tronti, M. (2006). «Operaismo y política». Artillería inmanente.
2. Rodríguez, E. (2015). Por qué fracasó la democracia en España. Madrid: Traficantes de Sueños.
3. Satrustegi, I. (2021). «Compañeros al mismo lado de la barricada». Arteka.
4. Murias, A.; Arrizabalaga, J. (1997). Autonomoekin solasean. Tafalla: Txalapart
5. Tra Bajo Zero (2020). La ideología asturiana (actualizada y revisada). Tra Bajo Zero.
Tra Bajo Zero (2020). Marx en la bahía. De Naval Xixón a la nada (Apunte sobre la descomposición del sindicalismo en Asturies). Tra Bajo Zero.
6. Pérez, N. (2021). «1M: sobre el uso interesado del discurso de clase». GEDAR LANGILE KAZETA.
PUBLICADO AQUÍ