FOTOGRAFÍA / Itsasne Ezkerro
2021/04/01

Hemos echado la mirada hacia atrás, hacia lo que se conoce como transición española. En primer lugar, para subrayar la necesidad de aprender de las experiencias del proletariado, que fue derrotado en aquella ocasión; en segundo lugar, para reivindicar la voz del proletariado que la derrota había acallado. Y es que suele ser habitual, en procesos históricos complejos, que los vencedores se constituyan en representantes de las reivindicaciones de los perdedores —y sólo en la medida en que es fructuoso ese proceso de subsunción pueden erigirse como ganadores—, simplificando para ello acontecimientos que fueron significativos y prósperos, hasta el punto de hacer desaparecer las aportaciones de los derrotados. Más aún en una transición de tal calado donde, a pesar de que una mirada superficial defienda que no cambiaron muchas cosas, cambió más de lo que se cree, a pesar de que hayan sido necesarias décadas para hacer aflorar de la manera más evidente las consecuencias reales de esos cambios en el seno de los movimientos revolucionarios.

Hay que decir que también en las miradas al pasado se suele acentuar la tendencia a la simplificación, a veces como consecuencia del disgusto que viene tras el fracaso, que nos hace pensar que, aunque no lo habíamos detectado, todo estaba perdido desde el inicio mismo. Pero otras veces porque se obvia la complejidad de la situación, o porque la mirada actual olvida que, de alguna manera, lo vivido hasta hoy quizá no era inevitable vivirlo, pero que estamos aquí porque lo hemos vivido. A los que han luchado, el respeto es lo mínimo que se les debe. Pero también extender este principio a los cuatro vientos: la crítica no significa en absoluto supremacía moral, la crítica es imprescindible para dar sentido político al fracaso, es decir, para aprender de la historia y emprender la lucha partiendo de ella.

Y es que no se puede negar, por mucho que esté agotada, que lo que fue la izquierda abertzale, que hoy algunos quieren simplificar, ha tenido un papel histórico importante. Pero ese papel, y su valor, sólo puede ser reivindicado en relación con un contexto histórico determinado. Y quienes todavía quieren mantener sus fundamentos estratégicos, aun habiéndose agotado ese contexto, no son en absoluto portadores de la esencia de nada, sino del dogma, que lejos de reconocer su valor a un movimiento histórico, lo agotan por medio de una caricaturización anacrónica.

Ya no hay nada de progresista en la estrategia democratizadora del movimiento interclasista, porque la democracia ha vencido. Han terminado los años previos a la transición y los que siguieron inmediatamente a la misma. Pero no se ha acabado, en ningún caso, la resaca de la transición. Todavía nos aparece en el fantasma del "régimen del 78", que muchos quieren rescatar, porque ahí encuentran, inevitablemente, en esos anacrónicos fundamentos, la legitimación de su estrategia. Si no es democracia, si persiste la dictadura autocrática, entonces está justificada la estrategia del movimiento nacional interclasista, que tiene como objetivo la democratización de las estructuras estatales burguesas.

Ya no hay nada de progresista en la estrategia democratizadora del movimiento interclasista, porque la democracia ha vencido. Han terminado los años previos a la transición y los que siguieron inmediatamente a la misma. Pero no se ha acabado, en ningún caso, la resaca de la transición

Lamentablemente, a pesar de su evidente carácter autoritario, esta es, formalmente, la «democracia universal», o la democracia que está en boca de todos, que no es más que la forma de mando de masas de la burguesía. Y no aceptar este principio, es decir, no reconocer que la dictadura de la burguesía que vivimos es la democracia, alarga la era de la transición, que ya no sostiene la burguesía gobernante, sino que su fracción pequeñoburguesa que cae en el progresismo, quien encuentra en ese anacronismo la posibilidad de convertirse en estado, pero sólo bajo la forma de estado independiente, ya que sólo en naciones oprimidas puede encontrar una amplia masa que pueda dar adscripción a su programa democrático-estatalista. No es casualidad, por tanto, que el movimiento democrático burgués encuentre en Euskal Herria o Cataluña su base más sólida, pues se encuentra directamente identificada la liberación de un pueblo con la forma estatal burguesa, y esto, es decir, convertirse en estado, sólo puede asociarse de manera amplia y simple con el ejercicio real de la democracia.

Así pues, mirar atrás es como mirar hacia delante. Y es que este tipo de debates nos mantienen enquistados en aquella época. Seguramente, deberíamos buscar en la transición el pecado original, que hoy se ha convertido en fruto envenenado. Fue una época próspera en el seno de los movimientos revolucionarios: son a destacar los debates diversos, la proliferación de organizaciones y la clarificación parcial de posiciones, entre otros. Sin embargo, las resoluciones a los nudos, que aún hoy aparecen como resoluciones inamovibles, permitieron la prolongada transición que se desarrolló en las décadas posteriores, hasta su completo cierre, con el aliento final de los movimientos políticos rivales de la época.

Lo que se quiere decir es que, si la transición ha cumplido su función, al menos desde el punto de vista de la subordinación del proletariado, ha sido porque se ha prolongado durante décadas y ha influido en los movimientos que estaban vigentes en sus años iniciales, y en el posterior desarrollo de los mismos. Es decir, la transición, conocida como la trampa que se organizó en un momento dado, no ha desplegado toda su potencia hasta décadas después, y su principal logro ha sido organizar a los movimientos políticos que se le oponían bajo sus principios y objetivos, lo que implica el cierre de la vía revolucionaria, mediante la apertura de la vía democrática burguesa.

El objetivo de la transición española no era reforzar un marco nacional de forma abstracta. Al contrario, ese marco nacional no era más que la forma que adoptaba un proceso distinto, útil a la burguesía. El objetivo y el contenido de la transición era crear un marco favorable para llevar a cabo la acumulación del Capital, quitando de en medio la dictadura que sobraba a ese mismo proceso y arrancando con ello a los movimientos revolucionarios, en la forma en que hasta entonces se habían desarrollado, sus condiciones de existencia. Por lo tanto, en ese momento histórico concreto, en el que se iba a condicionar el desarrollo de las próximas décadas, lo que estaba en juego era la capacidad de adaptarse a la nueva realidad. Esta capacidad debía garantizar la estrategia revolucionaria, es decir, la renovación del movimiento revolucionario. Hoy, echando la vista atrás, se puede decir que fue entonces, en ese momento determinado, cuando se tomó el camino equivocado, lo que ha condicionado el fracaso de las últimas décadas.

El objetivo y el contenido de la transición era crear un marco favorable para llevar a cabo la acumulación del Capital, quitando de en medio la dictadura que sobraba a ese mismo proceso y arrancando con ello a los movimientos revolucionarios, en la forma en que hasta entonces se habían desarrollado, sus condiciones de existencia

Ese fracaso ha sido ideológico y político. Ideológico porque el proletariado perdió posiciones tras el debate dado en el contexto de la transición, y aun hoy se encuentra subordinado a una ideología que no le pertenece. Político porque, como consecuencia de ello, la forma organizativa de masas que se ha ido desarrollando ha portado en su seno la negación de la emancipación de clase, y su sustitución por la liberación democrática, realizada por las llamadas clases populares, a una escala nacional determinada.

Y es que, si el contenido de la transición era perpetuar la unidad nacional española, basada en la negación de la democracia y el favor de unas élites aristocráticas constituidas durante el franquismo, la ruptura de esa unión ha de resultar necesariamente en una confrontación con esas élites. Pero lo que obvia tal lectura no es el hecho de que haya una figura social que ejerce el poder, sino que la forma que adquiere la misma, la cual se desarrolla indistintamente, a sus ojos, bajo la forma de una dictadura directa o una mediada por la forma democrática. Ese fue el punto nodal en el que se separaron el movimiento revolucionario y el reformista, y a partir del cual fue desmantelado el primero, perdiendo junto con su independencia ideológica la independencia política que posibilitaría su desarrollo en partido comunista, en el contexto ya renovado de la democracia capitalista que surgía tras la transición.

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